Armando Moreno
Sandoval
—Hijo….
hijo…! se ha acabado el aguardiente! corra al Estanco y traiga una botella para
vender por copas — fueron las palabras de su abuela Ana a su nieto.
Como
un buen muchacho obediente salió hacia el Estanco.
Mirando
hacia los lados, y silbando de vez en cuando, al llegar frente a la agencia de
loterías de repente miró hacia el umbral de la puerta principal. Un billete de
lotería era sacudido por el viento tenue de finales de diciembre. Hojas de
matarratón, mangos y aguacates cubrían ligeramente cinco quintos de la Lotería
del Tolima.
Doblando
la cérvix, despejó las hojas, alzó el billete de lotería, lo miró, lo dobló y
lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Frente al mostrador, y mientras acariciaba el billete de
lotería, con su voz imberbe le ordenó al estanquero:
—Manda
a decir mi abuela que le mande una botella de aguardiente.
De
regreso encontró de visita a Luz de Restrepo. Luego de contar con una sonrisa
el hallazgo, y sin decir palabra rasgó un quinto de lotería. Alargándole el
brazo, Doña Luz lo tomó y lo guardó.
Aun
desvelado por el fortuito hallazgo del billete de lotería, al promediar la
mañana del día siguiente tomó camino hacia la peluquería de Julio César Patiño.
Ojeando el periódico llegó a la sección de loterías.
Leyó que el premio mayor era idéntico al que albergaba su memoria.
Embriagado
de alegría corrió hacia su abuela.
Minutos
más tarde en la agencia de loterías relató el por qué de su alegría. Con un mezquino que le colgaba del mentón, frunciendo el entrecejo, la señora del Estanco movió los
labios. Señalándolo con el dedo, y después de una cantaleta, le gruñó:
—“…no
se le puede pagar…. hay un denuncio por perdida”.
Acongojado
por la fatal respuesta, el trayecto de regreso a casa lo acompañó una saliva
amarga.
Encontró a la tía
Toña soplando el fogón de leña de tres piedras. De los leños cruzados flotaban
brazas. Con la voz entrecortada contó su infortunio. Mientras observaba a la
tía, la mirada chamuscada por las palabras de la señora del mezquino se fijó en
las llamas azuladas. Con sigilo sacó los quintos restantes del bolsillo
trasero. Haciendo una bellota del tamaño de la mano, miró fijamente al centro
de las llamas. Desde el umbral de la puerta de la cocina, alzó el brazo y lanzó
la bellota de lotería. Tras hacer una parábola, rebotó entre las piedras y cayó
en el centro de las llamas crujientes.
Mientras
los números del premio mayor se consumían por las llamas, una lagrima rodó por las mejillas hasta la comisura de los labios. Un
sabor indescriptible bajó por la garganta.
Media
hora más tarde llegó la señora Dominga Zabala, la hermana del lotero. Llegó jadeante.
Tras cruzar el umbral de la puerta gritó:
—Vamos…
vamos…! que le pagan todo…!
Boquiabierto
y sin coordinar palabra señaló el fogón.
La tía
Toña, aturdida y consternada, señaló de nuevo el fogón. Le narró a Dominga lo acontecido.
Muchas
décadas después, botado en el andén de la casa, desvencijado por el paso de los
años y la enfermedad que lo arrincona entre las cuatro paredes de su casa, tras narrarle a su amigo y contertulio Heiner Montes el
relato, Orlando Velásquez con los ojos llorosos observó una mujer arrugada y
encorvada por el paso de los años que, alzándole el brazo, con una voz gangosa
y entrecortada, le dijo:
—Feliz
Navidad!
Era Luz
de Restrepo.
La
mismísima del quinto de lotería.
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