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miércoles, julio 22, 2009

Mariquita: el empuje de la migración

Armando Moreno

Publicado en El Puente, Honda, año 10, No 120, junio de 2009, p. 3

Desde hace poco tiempo, a Mariquita, se le ha venido conociendo por lo que hicieron sus exalcaldes. Como botón de muestra, y para nadie es un secreto que, de sus últimos cuatro exalcaldes dos —un hombre y una mujer— están enredadados con la justicia, uno es prófugo de la justicia y otro no deja de visitar las barandas de los juzgados.

Sin embargo, sería injusto desconocer la buena voluntad que tuvo algún exalcalde por sacar adelante a Mariquita. Existe uno en especial y que pese a que no dejó grandes obras no tuvo la desfachatez de despilfarrar el dinero de los contribuyentes. Ese hombre es Said Halima. Si hoy está olvidado por los escándalos, cuando terminó su alcaldía había dejado una deuda cercana a los 150 millones de pesos. De ese tiempo para acá, los alcaldes que lo sucedieron en un cerrar de ojos se dieron al descaro de endeudar al municipio en más de 10 mil millones de pesos. Ésta deuda hasta hace poco por cuenta de quienes pagan impuestos se canceló, y de esa cifra tan abultada no existe ni siquiera un andén bien hecho. La gente se pregunta: ¿cómo es posible que quienes llegan a manejar el presupuesto del municipio terminen haciendo semejante salvajada en detrimento de las necesidades básicas de un pueblo como alcantarillado, hospitales, acueductos, escuelas, centros de salud?

Si Mariquita ha sido administrada a las patadas, en ¿dónde radica la fuerza de su progreso? Si las administraciones que le sucedieron a Said Halima fueron incapaces de reconocerle su pulcritud en el manejo de los recursos, bien vale la pena que alguien vaya pensando en hacerle un homenaje a quien hoy en día le debemos el progreso de Mariquita. Esa persona se llama Alberto Mendoza Morales.

Valga recordar que hace 24 años cuando el volcán nevado del Ruiz le dio por hacer erupción acabó una fuerza centrífuga que se había constituido a lo largo del siglo XX. Esa fuerza se llamaba Armero. Desaparecido con la avalancha, el norte del Tolima quedó sin brújula y sus pueblos al vaivén del tiempo.

Si bien, a los Mariquiteños y al norte del Tolima el Mendoza Morales poco le dice, él fue quien en tiempos de la avalancha de Armero se opuso a que Mariquita recibiera las dadivas de Resurgir.

Mientras la gente del común se rasgaba las vestiduras y maldecía a diestra y siniestra porque a Mariquita no le botaban un peso, el geógrafo y planificador regional Mendoza Morales confiaba que a Mariquita le iría mejor sin ninguno de los planes del Estado.

Si la fuerza que había hecho gravitar el ecúmene —la gente que habita la tierra— era Armero, los geógrafos y planificadores regionales se preguntaban cuál de los municipios del norte del Tolima sería el llamado a reemplazarlo. Mendoza Morales pensó en Mariquita. Su tesis era simple y sabia: déjenla quieta que con el correr del tiempo encontrará su propia dinámica. Presagió que quienes podían darle esa dinámica debería de ser una migración emprendedora. Lo cierto fue que no se equivocó.

Mendoza Morales impuso su experiencia traída de otros lugares del mundo. Era un convencido que los pueblos que sucumben a una tragedia y que son manejados con criterios de caridad, en vez de atraer gente con ideales de progreso llegan avivatos y holgazanes que quieren aprovecharse de las bondades y recursos del Estado.

Si hoy Mariquita tiene un progreso que deja sorprendidos a quienes la visitan, no ha sido por quienes se creen “raizales” o “hijos de Mariquita”, sino por la fuerza de la migración. Si alguien preguntara dónde están los descendientes de quienes llegaron hace menos de un siglo tras el oro, el ferrocarril y el cable aéreo, la respuesta es que ni si quieran viven en Mariquita. Triste decirlo: pero esos pocos descendientes que quedan algunos la desprecian y otros sólo viven rumiando el pasado. Les cuesta entender que están siendo desplazados y que Mariquita ha sido y será tierra de migrantes.

Estos hombres y mujeres que han llegado buscando nuevos horizontes —y que en nada se diferencian a esas generaciones de antaño que llegaron probando suerte y se quedaron— son los que están empujando los nuevos ideales de progreso. No obstante, el esfuerzo de estos hombres y mujeres quiere ser desconocido por esos que se creen dizque “raizales” o “hijos de Mariquita”.
Gústenos o no, esta es la explicación del por qué 24 años después de la erupción del volcán nevado del Ruiz, Mariquita está siendo la llamada a gravitar el ecúmene.

Saltimbanquis de la democracia

Armando Moreno

Publicado en El Puente, Honda, año 10, No 119, abril de 2009, p. 3

La Ruta Mutis y su Bicentenario parece ya cosa del olvido. Esta efemérides que hubiese servido para catapultar a un municipio como Mariquita que ha estado en la boca de todo el mundo —no por lo bueno que se hace sino por todo lo malo que ocurre— la actual alcaldía prefirió pasar de agache. Se perdió la oportunidad de que hubiese servido de vitrina para brindarle al mundo una cara distinta a Mariquita.

En cambio, desde hace un tiempo, a Mariquita, se le ha venido conociendo por sus malos manejos administrativos. Sería injusto desconocer la buena voluntad que tuvieron unos pocos alcaldes por sacar adelante a Mariquita. Said Halima, hoy olvidado por los escándalos, cuando terminó su alcaldía había dejado una deuda cercana a los 150 millones de pesos. De ese tiempo para acá, los alcaldes que lo sucedieron en un lapso de menos de 12 años se dieron a la desfachatez de endeudar al municipio en más de 10 mil millones de pesos. Ésta deuda hasta hace poco por cuenta de quienes pagan impuestos se canceló, y de esa cifra tan abultada no existe ni siquiera un andén bien hecho. La gente se pregunta: cómo es posible que quienes llegan a manejar el presupuesto del municipio terminen haciendo semejante salvajada en detrimento de las necesidades básicas que un pueblo necesita.

Pero la cachetada más vulgar que recibió la sociedad que vive en Mariquita es, sin duda, el escándalo del frigorífico. Haciendo honor al adagio popular «que cuando el río suena es porque piedras lleva», la gente no se equivocó con el comentario que hacía en todos los rincones del municipio: que algunos concejales no eran de fiar. Si bien lo que dicen que estaban haciendo se conoce en lenguaje jurídico como concusión, el pueblo sabe que estas actuaciones también las hacen los delincuentes, los timadores, los embaucadores, la gentuza sin escrúpulos y lo que planean ciertos matones a altas horas de la noche.

El inglés Adam Smith en su libro la Riqueza de las Naciones —y que data del año 1777— señalaba que una máxima vil de quienes detentan algún poder es pensar siempre en su propio beneficio y nada en los demás. Esta vileza aunque ya ha sido derrotada en las sociedades modernas, más de dos siglos después en estas sociedades que siguen siendo burladas por el poder, se niega a desaparecer.

Si la desgracia de estas sociedades radica en que sus líderes surgen por necesidades estomacales —o como dicen algunos: que quieren venderse por un plato de lentejas— no por ello se debe abandonar la idea de que lo más sano que ha creado la sociedad para gobernarse es la democracia. Si la sociedad se equivoca, un deber de todo ciudadano es denunciar a los saltimbanquis de la democracia.

La afrenta que recibió el pueblo por parte de los concejales implicados en el bochornoso escándalo del frigorífico fue rechazada con manifestaciones de repudio, abucheo, burla y rechifla. Valga señalar que la indignación no solo fue desde el día en que desfilaron esposados. Sino que esta se sentía desde el día que se corrió el rumor que algunos concejales en vez de servirle al pueblo estaban pensando en su propio bolsillo.

No obstante, como en la fabula rusa, los cazadores están siendo cazados. Como en todo escándalo es normal que se susciten los pros y los contras. Sabemos que cualquier Estado de Derecho que se nutre de filosofías liberales todo ciudadano tiene derecho a su defensa. Esta es la razón del por qué los concejales están pasando de acusados a acusadores. Como estas maromas son permitidas en el Estado de Derecho, es comprensible que la sociedad al no comprenderlas se indigne.

También a la sociedad le produce rabia cuando un juez suelta a un delincuente que todo mundo conoce, pero lo que la gente no comprende es que si lo suelta la culpa no es de él sino de un sistema acusatorio que está impregnado de excesiva filosofía liberal. Es por ello que, sin esperar el fallo de la justicia, algunos ya han tomado partido y han hecho correr el rumor que los sobornados (quienes acusaron a los concejales de concusión) son los que deben podrirse en la cárcel.

Más allá de que los concejales implicados se salgan con la suya, lo que la sociedad debe preguntarse es sí lo que ellos están haciendo jurídicamente es justo o moral.

Ya sea que la justicia los condene o no, el problema aquí es preguntarnos qué clase de democracia es la que está construyendo esta sociedad. La democracia es ante todo respeto para con sus ciudadanos. Es por ello que en las sociedades modernas cuando las actuaciones de un funcionario público están en entredicho la duda es zanjada con la renuncia.

Los concejales que están en entredicho deben entender que son servidores públicos y que han prestado su nombre para servirle a la comunidad. Así el Estado de Derecho los exima de toda culpa sus actuaciones ya son dudosas. Estos concejales de dudosa reputación no deben caer en la desfachatez de que lo mejor es esperar hasta que la justicia se pronuncie. Simplemente tienen que entender que lo más sano es renunciar.

La cuestión tampoco se salda con el hazmerreir de una cuña por radio con el mensaje pérfido e hipócrita de que en vez de indignación y rabia, lo que la sociedad mariquiteña manifestó fueron condolencias, lágrimas y dolor. A los progenitores que quieren ser portadores de la moral es bueno recordarles que los hijos recorren sus propios caminos. La Biblia tiene muchos pasajes al respecto. Jesucristo es un buen ejemplo de ello. Otra cosa es que escojan el camino menos indicado.

domingo, julio 12, 2009

Dagoberto Ospitia, in memóriam

Por: Armando Moreno

Elegirme como la única voz que puede dar cuenta de lo que significó Dagoberto Ospitia en el entorno del norte del Tolima es irrespetuoso y banal. Al fin y al cabo cada ser humano en el devenir de su vida deja una estela de recuerdos que cada quien a su amaño interpreta, algunas veces atada a la realidad pero en otras alejada de lo que fue la persona en vida.

Quienes cultivamos su amistad, sabemos, que el “Viejo Dago” —como lo llamábamos sus más íntimos— tuvo diversas facetas en su vida. Como cincuentón que era su gozo mayor fue haber disfrutado la rumba con el jala jala de Richi Ray, las cornetas de la Sonora Matancera, el mambo de Pérez Prado y los boleros de Beny More. Basta recordar las noches de farra de fines de semana en la desaparecida piscina El Virrey o en la Discoteca Chicalá. Despreocupado hasta decir no más, su existencia fue como él mismo la llegó a definir más de una vez: una rumba. Este don lo llevo a que fuera querido por quienes lo conocieron.

Aunque no muy convencido de que había que agitar las masas, comenzado la década de los años ochenta del siglo XX en los pasillos del Departamento de Antropología de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional repartía un pasquín de su propia autoría llamado La Mosca. Pocos años después comprendí que ese estilo por difundir su inconformismo no era más que un homenaje clandestino a La Mala Hora de Gabriel García Márquez. Era tal su admiración por esa obra literaria que llegó a pensar que con esa novela se había hecho justicia al memorable pasquín, a la chapola.

Decir que la tradición que tiene Mariquita por el pasquín se deba a Dago es pensar en un exabrupto. Lo que sí es cierto fue que contribuyó a que se consolidara. Hace pocos años, un viejo amigo me decía que había dos pueblos en el Tolima que se caracterizaban por no dejar títere sin cabeza, esos pueblos eran Mariquita y Melgar. El amigo me hablaba entre asombro y admiración cómo Mariquita podía ser la capital mundial del pasquín. Hoy el pasquín o la chapola, como la llaman algunos, hacen parte de nuestra cotidianidad. ¿Quién los escribe? Poco importa. Lo cierto es que Mariquita es único en este género. Solo nos falta que en alguna esquina del pueblo se levante la estatua en honor a Pasquino para que se cuelguen allí los libelos o escritos satíricos.

Dago, además de rumbero, tenía una cualidad única cual era la de cultivar el humor a través de la sátira. A través de sus comentarios ácidos podía uno gozarse el mundo. Además del tiempo para la rumba, el goce y el humor, sí en algo recuerda el norte del Tolima fueron los encuentros culturales que él como integrante ayudó a consolidar. Hoy esos encuentros culturales ya casi están en el olvido, pero fue una experiencia singular donde confluyeron las alcaldías, las iglesias, los gesteros culturales y los amigos del arte y la cultura.

Su amor por la tierra del norte del Tolima —la tierra de Los Panches como él la llamaba— fue tal que a Dago se le puede considerar como un exiliado dentro de su propio país. Mientras algunos marchan al exterior con el dejo de que “aquí no se puede”, este hombre de cabello lacio, de dientes de castor, de piel mestiza,o, el último “panche” —como el mismo se autodefinió— encontró en estas tierras el refugio que otros desechan. Encontró en estas tierras lo que muchos no quieren ver, quizás por esa vanidad empalagosa y hueca que tienen algunos colombianos de pensar que este país lo único que se merece es el desprecio. Pero que no hacen ni aquí, ni allá.

Tenía una forma de actuar que muchos no comprendían, tan así que algunos en una apreciación equivocada lo veían como un ser humano que cayéndosele el mundo no se inmutaba. Pues bien, el Dago que nos dejó fue un hombre comprometido con Colombia. Creía firmemente en el y la muestra fue su compromiso con las diferentes actividades y quehaceres que llevó a cabo en su corta existencia. Tenía un pensamiento telúrico que en vez de generar acción, generaba ideas. Eso fue Dago, un hombre de ideas.

Dago no fue el antropólogo clásico que se conoce en las Departamentos de Antropología de las Universidades. No se casó con los escritos de los teóricos de la antropología como Claude Levi-Strauss, Malinoswki, Radcliffe-Browm. Su teórico de cabecera fue el político, pensador y teórico de la cultura popular el italiano Antonio Gramsci. A Dago solo se le podía entender a través de Gramsci. Dago era gramsciano. De ahí su interés por la cultura popular, por la cultura de masas, por las clases desposeídas, por los poderes hegemónicos, por la culturas dominadas por el poder. En fin, Dago sin haber sido izquierdista, ni comunista, estaba con el desposeído, con el subyugado.

Su bagaje intelectual nutrido por el pensamiento gramsciano le permitió hacer del norte del Tolima un laboratorio para sopesar sus ideas. Tan así que cuando muchos aun no entendían lo que había significado para el norte del Tolima el legado de José Celestino Mutis y la Expedición Botánica, Dago lo hacia a través de una monografía de grado hoy inédita pero que reposa para su consulta en los anaqueles de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional.

Con el correr de los tiempos la amistad que había cultivado con sus amigos de aula en la carrera de antropología se fue desgranando poco a poco. Mientras tanto, Dago sin ser mariquiteño de nacimiento se refugiaba cada vez más en el pueblo que lo adoptaba como suyo. Y este refugio en el pueblo de los mariquiteños Francisco Antonio Moreno y Escandón, de José León Armero o de Gaspar de Figueroa hace que Mariquita por obligación se convierta en el centro de encuentro con sus viejas amistades de Universidad.

Un paseo al cerro de Santa Catalina, un peregrinaje entre Fresno y Mariquita en nombre del Señor de la Ermita, un recorrido por la Honda colonial, una visita a los socavones de plata de Falán, una noche de camping en la Laguna del Silencio, un aniversario más de la fundación de Mariquita, era el mejor detalle que Dago le ofrecía a sus amistades. Y fue así que Dago, poco a poco, le fue ofreciendo la idea al mundo de que el sitio ideal para encontrar la paz y la calma era la tierra que lo había adoptado. «Mariquita tierra de paz y de remanso» como él la llamaba.

No obstante, a pesar de que su Mariquita era tierra de paz y de remanso, su vida también fue una montaña rusa. Como ser humano tuvo sus contradicciones, sus desencantos y engaños. La peor pesadilla de su vida —que ni siquiera fue la política—fue haber pertenecido a la Academia de Historia de Mariquita. Con su espíritu gramsciano, no hallaba lugar allí. Su comprensión e inclinación por la cultura popular, lo llevó no tanto a odiarla pero sí a menospreciarla, pues, la veía como ente frío, sin ideas y acartonada que solo tenía interés en fechas y en personajes. O como él mismo me lo decía: «un ente ocupado en baboserías de poca monta».

No existe cultura en el mundo que no dé cuenta de la memoria de los muertos. Si señalo estas intimidades es porque tengo la obligación moral de dar cuenta de su memoria. El haber pertenecido a un ente en contra de su voluntad, de pertenecer a algo que no quería, el de haber carecido de fuerza para decir ¡basta!, muestra en si la faceta más humana de Dago: el de haber tenido contradicciones.

Después de la muerte de su primera esposa se resignó a vivir solo. No obstante, no le faltaron sus amores casuales y veloces como lo vientos del mar que añoraba con nostalgia.

«Dago gozó la vida y fue feliz a su manera», así me lo describió compungida y solloza Marglori, una de sus tantos amores que tuvo en vida. Aunque puede ser una de las tantas interpretaciones, que mejor que la voz de ella para describirlo.

El 1 de julio de 2009, pocos minutos después de fallecido, algunos de sus amigos más cercanos quisimos hacerle un homenaje a su memoria. No fue posible. Queríamos respetarle su memoria recordándolo tal como él fue y como él mismo me dijo una noche, de la tantas que tuvimos cuando hablábamos del significado de la muerte: una muerte libre de todo hastío. Hubiese querido que lo recordaran tal como él había sido: descomplicado, chévere, sonriendo, burlándose de la cotidianidad y de la existencia misma. Estaba convencido que su muerte debía ser una tertulia, un festín, un goce. No el retrato falso y maquillado en que suelen caer las voces muecas, frías y acartonadas de quienes hacen de un cadáver un trofeo.