Armando Moreno Sandoval ©
Una escena de cine muy común es cuando el indeseado
llega y la multitud quiere ¡lincharlo! ¡quemarlo! o ¡matarlo! Se ven en las películas
de reyes y vasallos de la Edad Media o en películas de vaqueros del viejo Oeste
gringo.
Fue exactamente lo que aconteció en Arrancaplumas, un
barrio de Honda, el pasado 17 de junio.
La diferencia es que los actores son una comunidad del
siglo XXI que vive a orillas del río Magdalena que, en un acto de insensatez,
de crueldad y de violencia verbal quiso imponer su ley.
Desde que la antropología descubrió a los otros; —esos
otros que a veces la izquierda con el populismo defiende, o, que la derecha
reaccionaria les soba la barriga con jotos de comida y el bolsillo con ayudas
económicas— llegó a la conclusión que las historias que contaban esos otros que
llaman pueblo, cultura popular, estaban cargadas de crímenes, de injusticias,
desatinos y desgracias.
Querer linchar, matar o quemar al indeseado es propio de eso que llamamos homo sapiens. Cuando apareció el covid-19 algunos despistados creyeron que una nueva humanidad iba a surgir. Cuan equivocados estaban.
Si en algo tenemos que agradecerle al covid-19 fue que
sacó a la luz la pudrición que lleva adentro el ser humano. Ese sujeto egoísta,
bulloso, ruin, insensato, soplón, llenador, aniquilador de vidas, camaján de
bares de mala muerte, atracador de sonrisa moribunda, por ¡desgracia! el covid-19 no lo pudo cambiar.
La escena de querer linchar, matar o quemar, por
supuesto, no es solo de la gente de Arrancaplumas. Es del mundo entero. Lo que
nos enseña las imagines es que esa gente miserable de Inglaterra, Alemania, Estados
Unidos, Italia, España, etc. etc., además de hacerlo con sus propios
coterráneos lo hacen con los extraños, con los diferentes.
Fue lo que hicieron con Georges Floyd en Estados
Unidos. Aprovechando la pandemia del covid-19 el policía no tuvo más remedio
que ahogarlo con la rodilla en la nuca. El llamado de auxilio “Me estoy
ahogando” quedó en la indiferencia. Su muerte generó una ola de rebeldía.
Los hipócritas, que por lo general se creen de buen corazón, se quejaban de la
violencia de quienes reclamaban justicia. Olvidaban los hipócritas que la
violencia no había llegado de Floyd, sino de los encargados de proteger la
vida.
Pero en Arrancaplumas el que llegaba no era un
extraño. Era uno de los mismos. El pecado fue tener contacto con un virus que,
por cosas del azar, cualquiera puede contagiarse. Como el viejo cuento ruso:
pues esos que hoy señalan con el dedo, mañana pueden ser los señalados. ¡No se
les olvide! Pues son los mismos que, como lo dio a entender el Subcomandante de
Policía, son los que se la pasan haciéndole la burla el covid-19: en montonera
y sin mascarillas.
La antropología además de descubrir las historias
miserables de los pueblos también da cuenta que la gente en un acto de soberbia,
de estupidez, les da por creerse superior a otros. Fue lo que pasó con el nazismo,
el fascismo, el comunismo que, a nombre de esas ideologías, le dieron por matar
al otro. Y fue lo que se creyó la gente de Arrancaplumas por un instante: que eran
de mejor familia.
Seguramente, a muchos habitantes del barrio de
Arrancaplumas, al ver la rodilla de la ley en la nuca de Floyd les pudo haber
generado indignación y rabia. Pero cuando les llegó el turno de comprender al
otro, a uno de su mismo combo, al “parche”, al de su mismo barrio, la indignación
y la rabia que había causado la muerte del morocho Floyd desapareció. ¿Por qué?
Cuando la insensatez de la gente descubrió que la
cuarentena podía ser la disculpa lo echaron como perro con rabia de todos
lados. No solo lo echaron del espacio físico: de los escombros, de la escuela,
del “coso”. También lo echaron las palabras: “Lo ayudamos, pero que se vaya”,
“lo ayudamos, pero donde no cause estragos”, “en la casa no lo
reciben”, fueron las voces cansadas de una mujer con el peso de los años. “Que
lo dejaran en otro sitio”, “que lo trasladen para otro lado” son las
voces de alguien también pasado por el peso de los años. “No nos hacemos
responsables de lo que pueda pasar”, la voz del alcalde. “El alcalde lo
envío al “coso”, la voz del subcomandante de la Estación de Policía.
Como si se tratara de una serpiente que se atraganta
comiéndose por la cola, al entrar la noche, las mismas voces que en
Arrancaplumas lo habían echado a tropezones, llevaron al hombre sano de covid-19
al mismo sitio donde había partido. A un cuarto del hospital regional de San
Juan de Dios
Ahora está a salvo ¿hasta cuándo?
En todo caso, las películas de terror son un bostezo si
comparamos con lo que aconteció en Arrancaplumas. El mensaje que dieron es
macabro.