Armando Moreno Sandoval
Tomado del libro: Sangre en el parque. La muerte del párroco Pedro María Ramírez. Armero 9 de abril de 1948, Ediciones Periódico El Puente, 2017, pp: 64-72
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En Armero (Tolima) alrededor
de las 4:00 de la tarde del 10 de abril de 1948 la iglesia de San Lorenzo y el
parque de Los Fundadores seguían sitiadas por la multitud.
El alcalde Evencio Martínez Bolívar
resguardándose tras un árbol de almendrón pensó en la reunión que había tenido
momentos antes con los “notables” del pueblo, pues de nada habían servido las
estrategias que habían acordado para controlar los desmanes. Intuyó que en la
calle 11, conocida como el pabellón del
comercio, se estaba convirtiendo en un río humano ruidoso a punto de
desbordarse.
Clímaco Galindo Iriarte, su secretario, había
salido hacia el Almacén Chileno y desde allí escuchaba el ritmo del tiroteo. Observó
cómo desde la entrañas de la iglesia un tumulto salía a volandas gritando:
—
¡rodeeen
la manzanaaaaaaaaaa! ¡rodeeen la
manzanaaaaaaaaaa! ¡busquemoooooooos a
los conservaaaaaaaaaaaadores…!
Al llegar a la esquina del almacén de David
Jassir, calle 11 con carrera 15, escuchó la detonación de dos disparos que
ahogaba las voces que de nuevo pedían rodear la manzana.
Entretanto el boticario Aguirre que se hallaba
en la calle 11, a unos cincuenta metros del almacén de David Jassir, le causó
curiosidad al sentir que por espacio de unos diez minutos habían cesado las
detonaciones y el tiroteo. Algunos murmuraban que se les había acabado la
munición a quienes estaban en la iglesia. Al dirigir la mirada hacia el parque
alcanzó a percibir que casi a mitad de la cuadra, de la puerta del restaurante
de la familia Torres el párroco Pedro María Ramírez salía en actitud pasiva,
con los brazos caídos, la cabeza agachada, con un caminar despacioso y como si
le fuere indiferente lo que estaba aconteciendo.
El boticario Aguirre no pudo identificar quién
lo llevaba. Otros dijeron que salió escoltado por dos individuos. No faltaron quienes
dijeron haberlo visto salir y andar solo hasta el parque.
El secretario del Juzgado del Trabajo, Trino
Díaz Díaz, aseguró que quien lo llevaba hacia el parque era Camilo Leal Bocanegra conocido como Mano ñeque. Describió que lo llevaba
agarrado del brazo derecho y que de su mano derecha colgaba un machete al
descubierto.
Un gentío blandiendo los machetes fue al
encuentro del párroco. Lo rodearon y le dijeron toda clase de improperios. El
párroco agitó sus brazos pidiendo tranquilidad y calma. La algarabía y el
griterío eran ensordecedores. Mientras tanto, el filo de los machetes cortaba
el viento tenue de la tarde.
El círculo que lo rodeó avanzó acompasado con
el andar del párroco. Al llegar a la segunda puerta
Croquis Cortesía: Biblioteca Rafael Parga Cortes de la Universidad del Tolima |
— “¡vieneeeeeeee
el cura, cojánlooooooo!”— El gentío seguía blandiendo los machetes.
—
“Curaaaaa
hijo de putaaaaaaa…!”—, escuchó el boticario que le gritaban en coro desde
el parque.
Los machetes, los pedazos de madera y los
brazos en alto impedían ver al párroco.
Brazos salidos de las entrañas de la multitud
se encargaron de llevarlo hasta el almacén de David Jassir. Poco antes de
llegar al almacén el gentío aumentó en número. Llegó con los brazos en alto. En
medio de las voces acaloradas alcanzó a decir:
—
“Estoy con
Uds. hermanos míos”.
Cuatro brazos le rodeaban la cintura. Observó que la
multitud apostada en el parque estaba enfurecida. La inmensa mayoría estaba
armada. Sus machetes sin cubiertas resplandecían desafiantes en el ocaso de la tarde. Miró alrededor
del parque. Al girar el cuerpo hacia la iglesia y la casa cural, escuchó una
voz increpándole:
— “Padre,
con que usted quería acabar con toda esa humanidad”.
Era el comerciante Martín Chaparro Herrera
quien al verlo venir había pensado que lo llevaban para la cárcel. El párroco
en medio del griterío le contestó:
—“Yo soy
inocente de todo”.
Replicándole le dijo:
—“Vi
salir mucha bala y bombas de la iglesia”.
Sin detenerse el párroco movió los labios
diciéndole:
—“Perdóname,
soy inocente”.
—“Está
muy bien padre, que le vaya muy bien”, respondió el comerciante dejándolo
con una mirada que se perdía en el horizonte.
Párroco Pedro María Ramírez |
Trino Díaz, secretario del Juzgado del Trabajo,
observó cuando la multitud en una actitud amenazante, blandiendo sus machetes
al aire, rodeó de nuevo al sacerdote. Previendo un posible peligro se enfrentó
a la multitud con la única arma que tenía: las palabras. Les gritó en varias
ocasiones que se fijaran que era un sacerdote. También les dijo:
—“Por
favor, no lo ultrajen”.
Cuando intentó de nuevo llamar la atención
escuchó que a sus espaldas una voz en tono bajo lo increpaba:
—“…estos
hijos de puta godos son los primeros en estar jodiendo”.
Al pensar que su vida podía correr peligro,
optó por el silencio.
El comerciante Martín Chaparro Herrera que
seguía expectante de lo que estaba ocurriendo diría que, de un momento a otro,
y en un cerrar de ojos, la multitud arremolinada se abalanzó sobre el cuerpo
del párroco.
—Se formó una tremolina sobre él y le daban
empujones y plan con machetes y peinillas.
Un hombre de mediana estatura, desdentado, malacaroso
y sucio sujetó al párroco por el brazo izquierdo. Pero un empellón de un
hombre grandulón de tez morena le quitó al párroco lanzándolo hacia al centro del cruce de la carrera 11 con la
calle del parque.
El comerciante Chaparro Herrera se hallaba
escasamente a diez metros del párroco Ramírez. Fue testigo del ultraje de la
voz que en medio del griterío le arrió la madre diciéndole:
—“…maten
a ese hijo de puta”.
Incrédulo de lo que escuchaba y veía, la
perplejidad lo obnubiló al ver a su vecino de más de diez años, Alonso Cruz
Ayala, vendedor de yucas y hacedor de atarrayas, acatar la orden: “maten a ese hijo de puta”. Lo vio
abrirse a codazos entre el tumulto. Un frío le recorrió por el cuerpo al verlo
levantar el machete y tirarle por detrás a la cabeza del párroco
—
“Pero lo cierto fue que de ese golpe el cura
se fue al suelo. El cura no se había caído de los demás golpes que le daban. Lo
vi perfectamente”.
Tras el planazo propinado por el hacedor de
atarrayas la multitud siguió tras el párroco. Lo empujaban al grito de “¡cura godo!”. Trastabillaba en su andar.
Al querer enderezar el cuerpo, el plan de un machete dibujó una parábola que
terminó estrellándose en la espalda. Un coro de voces inconforme con los
planazos a gritos decía.
—
“¡Denle
por el filo a ese cura hijo de puta!”.
El parque de Los Fundadores, la calle 11 y la torre de la iglesia San Lorenzo |
—“¡Denle
por el filo a ese cura hijo de puta!”.
Acatando la orden, el filo del machete salió
volando del grupo que iba tras él llevándolo a empellones. El albañil Octavio
Munévar estaba a escasos ocho metros:
—“Vi que el primer machetazo se lo pegó un
albañil de apellido [José Yesid] Chavarro. La parte del cuerpo que recibió el primer machetazo fue al pie de la
oreja izquierda”.
El filo había rozado el lado izquierdo del
occipital cortando la oreja del párroco. Las gafas rodaron por el pavimento. Al
intentar alzarlas, los brazos de la
multitud, de nuevo, lo empujaron hacia la esquina del parque. La sangre a
borbollones resbalaba por su cuerpo. Una estela de pozos de sangre empezaba a
dibujar el camino de un andar lento y pesado.
Nicolás Izquierdo Cortés presenció la llegada
del párroco a la esquina del parque. Lo vio llegar tres pasos por delante del
grupo que lo escoltaba. Trepado en una de las bancas del parque pudo ver cómo
se protegía con las manos de los garrotazos que le asestaban con pedazos de
leños los brazos enfurecidos. Le alcanzó a escuchar cuando les dijo al grupo
que se hallaba en el andén del parque:
— “Perdón…”.
No habían transcurrido cuatro minutos cuando el
grupo al cual le había concedido el perdón se
le abalanzó con varillas y machetes. Pero al poner el pie sobre el andén
del parque un hombre de piel morena, alto, delgadón, vestido de pantalón negro
y sin sombrero, levantaba su brazo derecho por el aire asestándole un segundo
machetazo. Mientras yacía bocabajo un fuerte vozarrón salido de las entrañas de
la multitud decía entre rabia y venganza:
—
“Déjelo
que sufra despacio ese hijo de puta, que las está pagando”
Otro grupo que estaba expectante se le abalanzó;
demasiadas caras con machete en mano le tiraban al párroco. El tumulto les
impidió a los agentes de policía ver si era por el filo o por el plan.
El agente Carlos Arturo Rozo se acercó al
tumulto diciendo “cuidado con el párroco”.
Nadie lo escuchó.
—“Cual
más se le abalanzaba encima de él”— diría el agente Rozo.
El albañil Octavio Munévar aseveró no haber
visto a nadie meterse a impedir que le pegaran al párroco.
Un comerciante antioqueño llegado del municipio
de Andes, Horacio Ochoa Uribe, que vio
llevar a empujones al párroco hasta el borde del parque, fue testigo cuando el
gentío corría diciendo a todo pulmón:
—“¡Mátenlooooooooo…!
¡Mátenloooooooo!”.
Cortesía: Instituto Pedro María Ramírez. La Plata (Huila) |
Según el comerciante, no estaba cerca, pero
desde el lugar donde se hallaba escuchaba perfectamente.
Munévar aseguró que cuando se estaba quejando
del segundo machetazo, y en el mismo instante que la muchedumbre gritaba ¡Mátenloooooo!, y después de un intervalo
de 5 minutos, Arturo Giraldo, ayudante de carros y por sobrenombre El Loco, se
le abalanzó con el machete. El filo cortó el aire en dirección a la cabeza del
párroco. El secretario de la alcaldía que seguía atento a los hechos pudo ver
el filo del machete incrustarse en el cráneo del párroco.
Tras el tercer machetazo otro grito de venganza
retumbó entre los árboles del parque:
—“Denle
que así era que lo queríamos ver morir”.
Al desgonzarse el párroco, Trino Díaz,
secretario del Juzgado del Trabajo, se llevó las manos a la cara mirando entre
los dedos. Luego hizo un gesto de estupefacción. Impresionado de lo que acaba
de ver le dio la espalda a la multitud. Huyó. Al encontrarse solo contuvo la
respiración por un momento.
Luego respiró profundamente y sin darse cuenta
quién podría estar escuchándolo, entre sollozos y rabia, dijo:
—“Por Dios yo no sirvo para mirar esa clase de
asesinatos, favorézcanos Virgen santísima”.
Inconforme con la actitud que asumía, el agente
Rozo se abrió paso entre la multitud. Cuando logró llegar hasta el párroco vio
que estaba en el suelo expirando.
—“Alcancé
a ver una herida en el cerebro y botaba mucha sangre”— diría el agente.
Otro policía que llegó fue Carlos Alberto
Valencia. Esa tarde estaba de guardia en la desmotadora por orden del
comandante del cuartel. Al escuchar los disparos, supuso que venían por los
lados del parque. Eran pasadas las 4:00 de la tarde. En compañía del agente
Pedro N. Hernández hizo su arribo al parque por la esquina de la alcaldía.
Llegaron jadeando. Gotas de sudor rodaban por sus mejillas.
Al ver al párroco y
el tumulto con machetes y escopetas
salieron corriendo con el fin de intervenir.
—“Fue inútil —diría Valencia— porque cuando llegué, ya encontré al señor
cura agonizando”.
Al querer socorrerlo un hombre acuerpado con
machete en mano le increpó con furia:
—“¡Detente!”.
Un segundo intento por socorrer al párroco
vendría de los agentes Valencia y Rozo. Al intentarlo la muchedumbre se les
cruzó mostrándoles el filo de los machetes.
—“No se
metan si no quieren morir como murió ese pícaro”— dijo una voz.
El policía Desiderio Sánchez, quien tras un
ataque verbal de un enfurecido llamándole inútil había preferido refugiarse en
el Restaurante Chino, no soportó las afrentas al párroco. Corrió hacia el
tumulto cuando vio al párroco cercado por un círculo.
—“Ese acontecimiento
fue tan rápido que no tuve lugar o no me dieron lugar para evitar su muerte”—,
diría luego como cargando un sentimiento de culpa.
Aunque el cuerpo del párroco yacía en el andén
del parque, el tiroteo y el estallido de
las bombas no dejaban de cesar.
El cuerpo boca abajo del párroco, la mano
estirada y la pierna encogida daba la sensación de que estaba muerto. Cuando
alguien quiso preguntar lo que la gente suponía, un grupillo de hombres al
trote sudorosos y descamisados coreaban en voz alta:
—“¡lo han
matado… lo han matado!”.