Armando Moreno Sandoval
El hombre que amaba a los perros, del escritor cubano Leonardo Padura narra lo que fue el totalitarismo socialista a través de León Trotsky. Este personaje dirigió la Revolución Bolchevique y fue el creador del Ejército Rojo, lo que se conoció en el siglo XX como la Unión Soviética y lo que va del siglo XXI lo que quedó con el nombre de Rusia.
La primera edición de la novela salió en el 2009. Después de doce años se sigue vendiendo. Un
libro que deja demasiadas reflexiones. Para mí hay una que es peligrosa y es el
delirio que genera en las masas las utopías. Da ¡miedo!
Sus 573 páginas
es un mamotreto que no encaja en estos tiempos del siglo XXI donde todo se
desvanece en un cerrar y abrir de ojos, y donde la voz de la postverdad obliga
que el pasado como lo narran los vencedores no es confiable. Que los hechos no
son siempre como los cuentan, sino como la memoria recuerda. Ni hablar de la
interpretación que en el transcurso de este siglo XXI ha bajado del pedestal a
quienes quieren imponer la verdad en la Historia.
Coger el libro
de Padura en las manos y leer la contra carátula, lo lleva a uno a pensar que, por fin, existe un relato
que recreando la muerte de León Trotsky termina
abriéndole la mente a quien lo lee. Como la de cuestionar esa vanidad
izquierdista de juzgar solo al totalitarismo nazista y fascista, en detrimento
de ese otro totalitarismo que a nombre del socialismo negaban la libertad
individual en aras del colectivismo. Y que hoy sus fans en el mundo occidental
insisten en imponer como única verdad.
Es una
desgracia que así sea. Son fanatismos que aun anidan en las diferentes capillas
doctrineras de la izquierda. Porque si hay algo que enseña su lectura, y como
dice el mismo Padura, la historia del asesinato de León Trotsky fue relatada «para
reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en
el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y
hasta sangre y vida».
Para entender
lo dicho en la pluma de Padura solo vasta dar una mirada a los totalitarismos
de izquierda que todavía aúllan en el subcontinente latinoamericano: Nicaragua
con Daniel Ortega o la misma Venezuela con el cada vez más anacrónico Nicolás
Maduro. Amén de los populismos de izquierda como el de Argentina que,
hundiéndose cada día que pasa en su propio desastre, siguen insistiendo que el
socialismo a la cubana es la vía de salvación de estas sociedades.
Pero Padura
enseña más de lo que está escrito.
Rebeldías que
la juventud de ese entonces bajo el socialismo desconoció porque, como está en
la novela, la utopía hacia rato ya había matado los sueños. Los sueños estaban
encarcelados o bajo tierra.
Movimientos que
fueron ocultados a una juventud que creyéndose el cuento de que vivían en el reino
de la libertad bajo el socialismo, se les mintió haciéndoles creer que era una
guerra cultural contra el imperialismo.
Comprender la
novela solo es posible si nos adentramos en la trama de la narrativa que ofrece
Padura. Aunque de entrada nos sesga con la idea de que se trata de la muerte de
León Trotsky, el lector al devorarse las primeras cien páginas encuentra otras
voces decisivas en el relato como la del asesino Ramón Mercader del Río y la del
narrador Iván Cárdenas quien es el personaje ficticio que Padura construye para
narrar en paralelo la vida de los mencionados personajes: León Trotsky, Ramón
Mercader del Río e Iván Cárdenas. Tres historias, tres novelas.
Con Iván
Cárdenas encarna el sobreviviente del “periodo especial” cubano. Sumido
en la mediocridad y la frustración, es a él a quien días después del encontrón
en una playa habanera a finales de los años 70, el multifacético Ramón Mercader
(llámese Soldado 18, Jaime López, etc, etc) le va hilando su enfermiza historia
de vida. Más allá del artificio narrativo de poner hablar a Mercader como si
estuviera hablando de otro, y no de él mismo, es la manera como da cuenta de
los hechos, pero, sobre todo, como los atrapa para narrarlos y decirle al
lector que los hechos fueron así como los cuenta.
Aunque con la
voz de Trotsky pareciera ser condescendiente, es a través de él, —el mismo que
junto con Lenin mandó a liquidar la revuelta de Kronstad en 1921 ordenando asesinar
obreros y campesinos—, es que uno termina preguntándose para qué sirven las
utopías que quieren vender el paraíso a punta de bala y muertos. Pero Trotsky termina
siendo víctima de sus propias creencias. El que solo creía en los cambios
sociales, en las revueltas de las masas, su asesinato a manos de Ramón Mercader
puede verse como una caricatura personal.
Como si con el
pensamiento colectivo de Trotsky no bastara para atribularnos, la figura de
Mercader nos la presenta como un ser incondicional arrodillado al proyecto de las
masas. Una de las escenas más escalofriantes de la novela es cuando para probar
su lealtad al comunismo, la inteligencia soviética le ordena ejecutar a
cuchillazos a un pobre hombre vestido con harapos. Un miserable perro trotskista
que había que matar, según el decir de sus esbirros entrenadores.
Aunque a veces
muestra a Ramón Mercader como un comunista que se atreve a pensar y a ser
independiente, lo cierto de todo, es que termina triunfado la genuflexión a las
masas y al partido. De ahí la frase lapidaria que al leerla pareciera que a uno
se le desprendiera el hígado: «el partido siempre tiene la razón (…) y si no
entiendes, no importa, tienes que obedecer».
Para entender que
fue de Ramón Mercader al final de su vida, y en qué quedaron las ideas que
profesó, que mejor que su misma voz en dialogo con Lionia, y que Padura describe así:
— En
la cárcel leí a Trotsky. Todos los presos sabían que yo lo había matado, aunque
la mayoría no tenía idea de quién era Trotsky ni entendía por qué lo habían
asesinado. Ellos mataban por cosas reales: a la mujer que los engañaba, al
amigo que lo robaba, a la puta que se buscaba otro chulo… Un día, cuando
regrese a mi celda, tenía sobre la cama un libro de Trotsky. La revolución
traicionada. ¿Quién lo había dejado allí? El caso es que empecé a leerlo y
me sentí muy confundido. Más o menos un mes después apareció otro libro, Los
crímenes de Stalin, y también lo leí, y me quedé aún más confundido. Reflexioné
sobre lo que había leído y durante varios meses esperé a que me dejaran otro
libro, pero no llegó. Nunca supe quién los puso en mi celda. Lo que sí supe es
que si antes de ir a México yo hubiera leído esos libros, creo que no lo habría
matado… Pero tienes razón, yo era un cínico el día que lo mate. En eso me había
convertido. Fui una marioneta, un infeliz que tenía fe y creyó lo que tipos
como tú y Caridad le dijeron.
— Muchacho a todos nos engañaron.
— A unos más que a otros, Lionia, a unos más que a otros…