La flora que no vio el sabio Mutis
Armando Moreno Sandoval
El diciembre del año 2013 fue un
mes tejido por días de lluvia y de sol. “La
víspera de año viejo”, de Guillermo Buitrago le recordó al botánico autodidacta
Orlando Velásquez que el año estaba próximo a expirar. Al cortar las hojas de
plátano para los tamales de fin de año le sobrevino a la mente la epífita que
había bajado de la copa de un árbol anclado en las vegas del río Ríosucio. Un zumbido
le hizo afinar la vista, pero, tal fue la sorpresa al ver que la planta, además
de florecida, revoleteaban a su alrededor un enjambre de abejitas. Se percató
que no solo estaba la abejita “angelita”, la misma que la sabiduría popular le
atribuye poderes para sanar las cataratas de la vista, sino que junto a ella
había otro huésped, poco común y conocida, la abeja verde.
La observación detenida de las
flores lo llevo a concluir que sus pétalos al estar soldados forman entre sí
una copa que ha de servir de recipiente al néctar que produce la planta. Pero
el asombro fue mucho mayor al ver que las mismísimas abejas, como si estuvieran
ejecutando una danza alrededor de la flor, y como si estuvieran embriagadas,
terminaban cayendo extenuadas y atrapadas en el néctar de la flor.
Abeja verde |
Casi sin fuerzas por el revoletear
constante, en el pozo de néctar, la abejita “angelita” trata de salir de la
trampa mortuoria tendida por la flor. Aunque batalla sin cesar, sus fuerzas van
aminorándosele hasta quedar inmóvil. Ahogada en el pozo de néctar el zigzaguear
de las demás congéneres ha de continuar sin cesar frente a la antesala de la
muerte.
Otro tanto hace la abeja verde,
pero esta vez es el triunfo de la vida sobre la muerte. Aunque tiene la
peculiaridad de no tener colmena, vive revoleteando en grupo de a tres, con la
particularidad que para reproducirse tiene el don de poner sus huevos en el
envés de las hojas de cualesquier árbol. Ese modo de vida tan sui generis que
la hace tan distinta a las demás abejas tiene un precio que la naturaleza la ha
de recompensar: polinizar la flor. Pues si no se arrastra por los conductos de
la flor, y con el esfuerzo que hace por salvarse de la muerte, es imposible que la flor
reinicie su ciclo de vida.
Este drama que nos brinda la
misma naturaleza y que, ni el mismísimo dramaturgo inglés William Shakespeare
se lo hubiera imaginado, tiene lugar cada vez que la orquídea florece.
Pero otro drama es la historia
del hallazgo de la misma orquídea en sí.
A finales de agosto del año 2013
los rayos del sol se filtraban por el techo de la habitación del autodidacta
Velásquez. Aun haciendo pereza recordó que tenía una cita pendiente con algunos
de sus amigos: ir de pesca al cañón del río Riosucio en busca de la mojarra
negra o azul.
A 700 metros sobre el nivel del
mar y a la altura de la vereda Puerto Negro, en el municipio de Mariquita, mirando
hacia las copas de los arboles pudo observar que una epífita se columpiaba al
vaivén de la briza tenue de la mañana. Por su taxonomía no dudo en afirmar que
se trataba de una orquídea. Molesto porque sin su flor no se podía determinar
su especie se aventuró a pensar que se trataba de la orquídea Góngora,
descrita por el sabio Mutis hace más de
dos siglos en honor a su amigo el arzobispo virrey Caballero y Góngora.
Coryanthes sp |
La espera paciente durante varios
meses para que la planta brotara sus primeras flores terminaría sacándolo de la
equivocación. La planta que había traído con demasiado sigilo y cuidado nada
tenía que ver con la orquídea Góngora.
“Si no es una Góngora entonces
qué es” se preguntó el autodidacta Velásquez. Su intenso color amarillo como
los mismísimos rayos del sol le hizo rebobinar los conocimientos adquiridos en
el pasado. Al recordarse que entre sus libros había uno que lo podía sacar de su
ignorancia voló hacia su biblioteca y tomó entre sus manos el libro del
fotógrafo y naturalista Tomás Estévez Bianchini.
Aplicando el método comparativo pudo
concluir que la orquídea que tenía en el solar era del género Coryanthes. La duda era su especie. Tenía
al frente una flor que nunca antes sus ojos había visto, ni leyendo el diario
de campo del sabio Mutis o los textos de botánicos relacionados con orquídeas.
La duda de que podría tratarse de
una especie nueva lo llevó a contactarse con su amiga la profesora Marisol
Amaya de la Universidad Nacional de Colombia. No solo envío fotos, sino la flor
misma. Se está a la espera de que los expertos en el mundo digan si en verdad
se trata de una especie que aún no está registrada.
Coryanthes sp |
La orquídea del río Ríosucio, y
una de las razones del por qué tiene contentos a los expertos en orquídea, es
su hábitat. Veamos el por qué. Según algunos autores de las treinta y tres mil
especies que están esparcidas por los continentes que tienen costa con el
océano pacifico, Colombia cuenta con algo más de once mil especies. Lo curioso
del dato es que de toda esa cantidad de especies, Coryanthes en el mundo, y que están esparcidas a lo largo y ancho
del océano pacífico, solo hay registradas cincuenta y tres especies.
El territorio colombiano solo
alberga dos Coryanthes: la mastersiana y la macrantha; y la que halló el autodidacta Velásquez. Mientras tanto
los estudiosos se preguntan el cómo de la travesía de esta semilla en forma de pelusa que surcando las cordilleras occidental y central se asentó en la parte alta del cañón del
río Ríosucio en Mariquita (Tolima) y en un país llamado Colombia.
Aunque algunos han dicho que han
encontrado Coryanthes en el Magdalena
Medio, la verdad es que hasta ahora nadie ha dicho estas son.
Lo cierto es que algunos
científicos colombianos, han dicho, que si se trata de una nueva especie no hay
duda que debería llamarse Coryanthes velasquezia, como premio al esfuerzo y
al conocimiento botánico que posee el autodidacta Velásquez.