Armando Moreno Sandoval
Cada vez que llegaba a casa algún fin de
semana, traía consigo entre su maleta repleta de ropa, como si viajaran de
incognitos, uno que otro libro de García Márquez junto algún ejemplar de la
revista Alternativa.
Aunque nunca los leí de pe a pa, si los
leía a medias cuando los ojeaba. Debo confesar que me embelesaba las carátulas
de los libros y las caricaturas de Antonio Caballero. Muchos años después, esas
mismas carátulas, tanto de los libros como de la revista, de vez en cuando las encontraba
en las casetas que en el corazón de Bogotá ocupaban la acera de la calle 19 entre
la carrera séptima y la Avenida Caracas.
Como cada generación carga con sus
recuerdos, la Bogotá de comienzos de la década de los 80 del siglo XX, la que se resistía
a lo nuevo, aún conservaba parches arquitectónicos y urbanísticos que aun olían
a nostalgia, y alguno que otro café como el Centauro en la plazoletica
de Las Nieves. Fue en ese mismísimo café, a unos pocos metros de las casetas de libros,
que comencé a devorar las primeras letras de los primeros libros de García
Márquez.
Ese encuentro con las carátulas que me remitían
a una época, la de mi adolescencia, fue exactamente la misma que sentí al ojear
Prólogos (Jaramillo editores, 2023). Un libro que recopila los
textos introductorios que escribió García Márquez para diferentes obras de
otros autores, como, también, los que escribió para él mismo.
Como me había hecho la idea que me iba a encontrar con un
texto cargado de palabras, la sorpresa fue de incredulidad cuando hallé que,
acompañando cada prólogo, estaba la carátula del libro en mención. Era como si
uno se encontrara con el pasado del libro. Ediciones que, para quién no es
experto, genera cierto asombro, pues era como traerlo de nuevo al presente.
La otra curiosidad que tenía era con
cuáles prólogos me iba a encontrar leyendo Prólogos. Como era un
libro se suponía que era muchos. Pues los pocos que había leído eran los que
había escrito para algunos de sus libros. Recordaba el de los Doce cuentos
peregrinos, Relato de un náufrago y pare de
contar.
Si algo tiene Prólogos, como el mismo García Márquez lo dijo, es que lo coge a uno
por el cuello y no lo suelta. Lo leí como si fuera una novela, con la particularidad
que cada texto anda por su lado con su propio tiempo histórico.
La sensación que sentí era que la tal
llamada generación del Boom, tal como el profesor de español nos lo había
enseñado en el colegio, eran muchos más que el puñado de escritores que los
medios se habían encargado de construir.
Si las novelas de los escritores del Boom
eran las que el profesor de español quería que leyéramos, otra idea nos asalta
la mente con Prólogos. Pues los prólogos de Prólogos
trazan la senda de las lecturas de los libros que al mismo García Márquez lo
atraparon.
Rememorar a los grandes de la literatura,
sean Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway o Julio Cortázar, sería un acto de injusticia
con aquellos otros a quienes García Márquez exaltó con su pluma.
El historiador inglés Peter Burke ha señalado que las fuentes del historiador no
pueden reducirse a las escritas. Al referirse a las fotografías decía que éstas
daban más información que una montaña de textos escritos. Si alguien quiere
encontrar una loa a la fotografía que mejor que el prólogo al libro Cubanos
100% del fotógrafo Gianfranco Gorgoni. Este hombre con su cámara fotográfica
más que retratar la soberbia del poder, se dedicó por más de siete años, al decir de García Márquez, a
fotografiar “los pequeños asuntos de la vida cotidiana, las alegrías y las
penas de los cubanos comunes y corrientes, sus fiestas patrias, sus entierros”.
En fin, y es lo que en el mundillo historiográfico a dado en llamarse
pomposamente con el nombre de La microhistoria.
De las buenas plumas que quedan en el
anonimato de eso si que nos puede dar lecciones el mismísimo García Márquez. Lo
que le pasó a su gran vallenato, como solía referirse a Cien años de
soledad, que fue rechazada por varias editoriales y ninguneada por los
críticos del resentimiento, es, guardando las proporciones, lo que nos quiere
insinuar con la escritora catalana Mercè Rodoreda. La pena que le había causado su muerte, tras preguntarla en una
librería en Barcelona, le hizo rememorar su novela La Plaza del diamante.
No entendía cómo una novela que había sido traducida a más de diez idiomas y
con veintiséis ediciones en catalán su muerte había pasado inadvertida. Incluso
poco les importó la coincidencia de las reseñas publicadas en diarios ingleses
y franceses afirmando, por un una parte, su talento narrativo, y por la otra, que
era lo más significativo que se había publicado en España en muchos años.
El olvido para con Mercé fue tan exagerado
que años después, cuenta García Márquez, al hacerse una encuesta para
establecer cuáles eran los diez mejores libros escritos en España después de la
Guerra Civil a nadie se le ocurrió mencionar La Plaza del diamante.
“Yo la leí en castellano por esos tiempos, y mi deslumbramiento fue apenas
comparable al que me había causado la primera lectura de Pedro Páramo,
de Juan Rulfo, aunque los dos libros no tienen en común sino la transparencia
de su belleza”.
Y sigue más adelante.
“A partir de entonces, no sé cuántas veces
la he vuelto a leer, y varias de ellas en catalán, con un esfuerzo que dice
mucho de mi devoción”.
Lo dicho por García Márquez me recuerda lo
que escriben algunos críticos literarios respecto al olvido en que cae el autor
y su obra. Los criterios, aunque diferentes son divertidisimos. Para algunos sería
el tiempo el mejor juez. Para mí, el por
qué esta o aquella obra literaria perdura, pienso, que hace parte de la
subjetividad de quien lee. Es lo que sucede con la generación que aún sigue atrapada
en el Boom. Tienen la idea fija que por fuera del llamado Boom no existen
nuevas narrativas, que todo está agotado.
Hay quienes creen que el autor y la obra están
atados al tiempo que los vio nacer. Que cada generación de escritores carga con
sus propios fantasmas que influenciaron en sus narrativas y que solo el paso
del tiempo dará cuenta de su relevancia.Y quien mejor para confirmarlo que el
inigualable, incomparable y perdurable escritor mexicano Juan Rulfo.
En una de las pocas entrevistas que, sin ser
huraño, dio en su vida, al preguntarle el crítico literario quienes habían sido
los autores que lo habían influenciado, recitó una diversidad de autores que el
mejor tallerista literario del mundo no tendría la menor idea de que hubiesen existido.
Recordaba a un tal Knut Hamsun, a quien había leido en su infancia. De un
Boyersen, Jens Peter Jacobsen y Selma Lagerlof, quedé azul. Su gran
descubrimiento fue Halldor Laxness. Lo leyó antes de que recibiera el premio
Nobel. Lo que sorprende, y quien lo creyera, fue la geografía narrada de estos
autores nórdicos quienes influyeron en él para crear ese entorno lúgubre donde
los muertos hablan.
Además de los escritores nórdicos, están sus
coterráneos mejicanos. Referenciaba a Rafael F. Muñoz y sus novelas históricas
Santa Anna y Se llevaron el cañón para Bachimba. Mencionó
sin mayores comentarios a Mariano Azuela González, Martin Luis Guzmán, pero de
un tal López y Fuentes dijo haber tenido la mayor influencia con la novela Campamento,
más que el resto de su obra. “Todos han
quedado en el olvido”.
Con Prólogos uno puede preguntarse
qué hace que el autor y su obra queden en el olvido. A no ser, como en el caso
de la entrevista a Juan Rulfo, sea el mismo autor que los reviva. Me atrevería
a pensar que hay respuestas para todos los gustos. Pero la que más agrada es la
del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, quién es hoy por hoy el que mejor comprende el capitalismo de este siglo XXI.
En su último libro La crisis de la
narración, Byung-Chul Han cree que hoy día parece existir un desajuste
entre las ficciones que se producen y la sociedad en la que se escriben. Si Juan
Rulfo o García Márquez gustan fue porque retrataron una época. Relatos que
pareciera hubiesen sido contados alrededor de una fogata. Estas narraciones son
a las que alude Byung-han, las mismísimas que son transmitidas de generación
tras generación y que hoy en día están en su agonía.
Byung-Chul Han se queja que el sentir “de
una época ya no existe”. A cambio de ello, lo que hay son narrativas aligeradas
propias de una era que él llama postnarrativa donde las historias que se narran
tienen un mero uso empresarial y comercial. Son narrativas cuyo único mensajees generar emoción con el solo fin de vender o publicitar productos e ideologías, estrategias que inevitablemente conduce a
que el capitalismo se adueñe de toda narración
Byung-Chul Han con pesimismo cree que las narrativas alrededor
de una fogata transmitidas de generación en generación y luego convertidas en
literatura ya no volverán. Cien años de soledad de Gabriel García
Márquez, El llano en llamas de Juan Rulfo, Por quién doblan
las campanas de Ernest Hemingway, Agosto de William
Faulkner, entre otras, serán cosa del pasado. Ni el siglo XXI con la Inteligencia
Artificial, ni las redes sociales contando historias personales serán capaces
de encender la fogata. No tienen la capacidad de hacerlo, ya que son meros autorretratos
pornográficos o exhibiciones narcisistas que a la gente poco le importa.
Pienso que Prólogos es lo
más parecido a la fogata que nos habla Byung-Chul Han. Y que fogata la que nos
ha regalado el escritor y académico colombiano Fernando Jaramillo. El mismo autor
de Memorabilia, que, según palabras de Julio César Londoño, “el
único blog que García Márquez consultaba cuando quería precisar datos que se le
estaban olvidando, como esos personajes suyos que se perdían en los laberintos
de la senilidad”.
Pienso que sin Prólogos en las
estanterías de las bibliotecas las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia
estarán huérfanas y los amantes de la obra de Gabo soportar siglos de soledad.