Armando Moreno Sandoval
Transcurría el
año de 1925 cuando la alcaldía de Mariquita tomó la iniciativa de adquirir las
fincas Constanza y El Horizonte. El propósito preservar los nacimientos de las
quebradas El Peñón y San Juan —el acueducto municipal dependía de esas
quebradas—
Décadas
después, el 19 de diciembre de 1960, el entonces Ministerio de Agricultura
sacaría la resolución 1240, cuyo título “…reserva forestal protectora de las
quebradas El Peñón y San Juan” pareciera que hubiese sido pensado para otros
tiempos.
La resolución
tenía como fin conservar las especies y proteger el territorio que a finales
del siglo XVIII había tenido como laboratorio vivo en Mariquita (Tolima) el
naturalista José Celestino Mutis. La intención terminaría
siendo loable en el papel. Pues con el correr de los tiempos de las 637
hectáreas que habían sido demarcadas a punta de compas y regla, serían
lentamente cercenadas hasta llegar a la cifra de 90 hectáreas.
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José Orlando Velásquez |
José Orlando
Velásquez, autodidacta en Ciencias Naturales, y conocedor de lo que ha pasado
con la reserva y lo que está pasando con el bosque, sin tapujos en la lengua,
afirma que la tala de árboles, la invasión humana a causa de la violencia y los
desplazamientos forzados, la pobreza, el deseo de tener rancho propio y los
políticos que quieren obtener votos, han hecho del bosque una piñata con un
costo muy alto para su sobrevivencia.
Quebradas como
la Ínsula, Cristogalopes, La Figueroa, El Peñón y San Juan, que nacen dentro de
la reserva, prácticamente son un recuerdo. Son hilillos que arrastran aguas
muertas nauseabundas. El ave Corocola que buscaba caracoles y cangrejos no ha
vuelto. La mojarra, la sardina, el jacho, el tuso y el cucho solo existen en
los informes de antaño. Al igual que la fauna ictiológica también han
desaparecido el oso hormiguero, el cuerpo espín, las culebras, las lagartijas,
ranas y sapos; solo se resisten a desaparecer las hormigas y uno que otro
pájaro que de vez en cuando le da por posarse en la copa de algún árbol también
moribundo.
“El futuro del Bosque
Húmedo Tropical (Bh-t) es incierto”, dice con su voz cansada el naturalista
Velásquez. Y no es para menos. El mico tití y el mico de noche con sus gestos,
expresiones y señales sonoras son cosas del ayer. El almendrón, el arrayán
colorado y blanco, al igual que el gualanday, árboles nativos del bosque, están
siendo derribados por el machete y el hacha del invasor
Pasiflora
mariquitensis
Aunque los
quebrantos de salud al naturalista Velásquez lo están alejando poco a poco del
bosque, entre los recuerdos más gratos
como cazador de especies en extinción está la mañana del mes de abril de 2004
cuando científicos del Centro Interamericano
de Agricultura Tropical, que andaban haciendo estudios cromosomáticos de
especies vegetales para elaborar una nueva taxonomía mundial, llegaban a
Mariquita en busca de la Pasiflora mariquitensis.
Para los
hombres de ciencia las referencias de la Pasiflora
mariquitensis eran históricas.
Se remontan a finales de septiembre de 1783 cuando un herbolario bajo las órdenes
de Eloy Valenzuela se le apareció con un bejuco que sus ojos nunca antes había
visto. En el Diario personal de Valenzuela se lee que la descripción que hizo
del bejuco el 1 de octubre de 1783 fue un poco despectiva, pues se refirió como
un “varejón reclinado en el suelo”.
Casi un año
después, en septiembre de 1784, nuevos bejucos llegarían a las manos del sabio
y naturalista José Celestino Mutis. La primera impresión que tuvo fue que se
parecía a la “planta de caprafayle” que había conocido y estudiado años antes
cuando había estado en las minas del Real del Sapo, cerca de Ibagué.
Mutis al
estudiar cuidadosamente los bejucos que le había recogido su herbolario y,
después de una confrontación minuciosa con los caracteres de las demás pasifloras
que hasta entonces habían descrito, el 11 de octubre de 1784 llega a la
conclusión de que se trataba de una nueva especie, la llamó Pasiflora
mariquitensis.
La llegada de
los botánicos y científicos, al naturalista empírico Velásquez le llenó de alegría. Pues él, como muchos otros,
había estado a la caza de la mariquitensis sin ningún éxito.
En primer
lugar, porque la única referencia de su existencia eran los dibujos que había
hecho Francisco Javier Matiz el 5 de octubre de 1784 y que solo fueron dados a
conocer al público en 1955 cuando se publicó el tomo XXVII correspondiente a
las pasiflora
y begoniaceas.
En segundo lugar, siendo la planta endógena de los alrededores de Mariquita, era
muy posible que la tala desaforada de bosques la hubiesen llevado a su
extinción. Por último, a diferencia de otras pasifloras cuyo fruto tienen
nombre vulgar, como la badea o la gulupa, el fruto de la mariquitensis aún no
tiene. Situación ésta que, seguramente, la llevó a ser vista como una maleza a
desyerbar y sin ningún valor nutritivo para el consumo humano.
No obstante,
ese abril de 2004 la suerte estaría a su lado. Después de varios días de
exhaustiva búsqueda por los bosques que rodean las riberas del río Magdalena,
desde Ambalema hasta Honda, y de rastrear el bosque de Mariquita y las vegas
del río Gualí por fin se toparía con la Pasiflora mariquitensis.
Su
redescubrimiento no fue del todo visto con buenos ojos. Entre consternación y
alegría, la mariquitensis era una especie en vía de extinción, solo
habían hallado cuatro bejucos. No obstante, la ciencia y la tecnología están a
favor de la Pasiflora mariquitensis. Sus cromosomas fueron conservados en
los laboratorios del Centro Interamericano de Agricultura Tropical. Si algún
día llegara a desaparecer estaría la posibilidad de una reproducción in vitro.
Existe la
esperanza que algún día el fruto de la mariquitensis comparta vitrina en los supermercados y tiendas con otras frutas. Aún
queda el reto de darle nombre vulgar al fruto que, por cosas de la vida, aún no
tiene.
Meses después,
el 6 de agosto de 2004, rayando el alba, el botánico Velásquez salió de su casa
rumbo a la serranía de Lumbí. Caminando por la margen derecha de la quebrada
Caimital tuvo la suerte de toparse con una flor blanca. Al observarla lelamente
pudo percatarse que tenía un morado suave en su cáliz en forma de encaje. Sintió
que su corazón se llenaba nuevamente de alegría. Había redescubierto, sin
quererlo, dos ejemplares de la Pasiflora foetida que Mutis había
descubierto en suelo mariquiteño en 1790, es decir, unos pocos meses antes de
partir para Bogotá, y que en Colombia se
creía que había desaparecido porque nadie había vuelto hablar de ella.
Con semejante hallazgo
tomó uno de los bejucos, lo desenterró y cargó con el desde la pata del cerro
de Lumbí hasta el solar de su casa, en
el centro de Mariquita, donde lo trasplantó. Con tan mala suerte que al cabo de
pocos días la planta moriría.
Cuando le
preguntan por la Pasiflora foetida, recuerda que está resguardada con otras 32 especies de foetidas.
Cree él que, a lo mejor, los científicos colombianos que en ese entonces se
ocupaban en clasificarlas taxonómicamente a través de la química y de la
biología molecular se les haya ocurrido una reproducción in vitro y la tengan
viva y florecida.
Bosque sin
dolientes
El tiempo pasa
y el bosque ya no tiene dolientes como ayer. El botánico Velásquez, Anita
Machado y Esther Julia Cárdenas, quienes lucharon por su conservación por
décadas, sus fuerzas con el paso de los años han empezado a menguarse. Por ahora, no hay quién los
reemplace.
Seguramente las
generaciones del futuro tendrán que contentarse con el Herbario Fotográfico que
compiló con paciencia el botánico Velásquez. Pero sí alguien quiere enterarse
que en el siglo XX hubo un bosque en los alrededores de Mariquita tendrá que
recurrir al archivo que celosamente conserva Esther Julia Cárdenas o las notas
de auxilio que reseñaba Anita Machado en su periódico La Caldera del Diablo.
Así a lo
mariquiteños le retumbe todo a Mutis: plaza
Mutis, escuela Mutis, panadería Mutis o parque Mutis, es una evocación de
profunda hipocresía.
A las instituciones
del gobierno nacional y las alcaldías municipales, el bosque les ha importado
un bledo. Y qué mejor que el siglo XX como testigo de los vejámenes cometidos contra
el bosque.
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Bosque Municipal de Mariquita |
La tradición
oral recuerda que en la década del 70, un individuo chiquito y regordete con
lentes de “culo” de botella llamado Alfredo Fernández, y por ese entonces
personero, le da la primera estocada al bosque. A una fulana apodada María la
Brava, el personero, en un gesto de gratitud por los favores prestados le
concede el permiso de instalación de una caseta de baratijas al lado de una
ceiba centenaria. El futuro del bosque empezaría a estar en entredicho. María
la Brava se convertiría en una especie de matrona de los posteriores
devastadores del bosque.
Se dice que
como homenaje a tan semejante atentado ecológico, el tugurio en ciernes
llevaría el apellido de su promotor: Barrio Fernández. Aunque años después sus
pobladores fueron reubicados en la zona
plana del municipio, los mismos beneficiados venderían sus tugurios a
otros necesitados, frustrándose así la preservación del bosque.
Con este
ejemplo a seguir las invasiones proseguirían. La desgracia para el bosque no
solo vendría de quienes viendo la oportunidad de hacerse a un pedazo de tierra
lo tomaban, sino de la misma administración municipal.
En 1976 la
alcaldía, con la venía del concejo y de los gamonales de la época, haría del
bosque un botín político al otorgar permisos para talar el bosque e instalar de nuevos tugurios.
No contento con
lo hecho, la mismísima alcaldía en el
año de 1977 cede casi que la mitad de la reserva a una familia —304 hectáreas
para ser exactos—, el pretexto impulsar una industria apícola. Ayer como hoy,
la corrupción hace figurar cuatro hectáreas y tras esa triquiñuela
administrativa, la familia vende y los terrenos cambian de dueño con sentido
comercial.
Como sucede
siempre en Colombia, que los gobernantes se creen dueño de lo público, en un
acto carnavalesco y macondiano, el concejo municipal para no quedarse atrás,
eleva a ejido la reserva forestal y de este modo legalizar su venta.
Si el gobierno
municipal ha sido promotor de la destrucción del bosque, las iniciativas por
parte del gobierno nacional han sido frustrantes. El embeleco de la II
Expedición Botánica en 1983, patrocinada por el gobierno del expresidente
Belisario Betancur, solo sirvió para remodelar una casa colonial que hoy día
tiene una misión diferente al legado de Mutis.
Otro engaño ha
sido la Ruta Mutis, se gastaron millones de pesos por camionadas y de eso solo
queda vallas desteñidas.
Los canelos de
Mutis
Hasta los
esfuerzos individuales dejados desde los tiempos de Mutis también han sido en
vano. Los 12 canelos que plantó antes de
partir para Bogotá, y que llegaron a vivir más de 100 años, de ellos no existe
ningún vestigio.
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Ricardo Galvis y el árbol de Canelo |
Otro grupo de
canelos que fueron plantados a comienzos del siglo XX por un tal Moisés Pacheco
en 1934 fueron destruidos por el alcalde de la época. De no ser porque Ricardo
Galvis a comienzos del siglo XX le pico el bicho de recoger cuanta semilla de
canelo encontrara, la estirpe de los arbolitos de Mutis hubiese desaparecido.
De esas
semillas de canelo que protegió Galvis, son las que don Francisco Ávila sembró
en su casa. Y son de la misma estirpe que plantó Hernando, su hijo, en la
Granja Municipal para conmemorar los 200 años de la muerte de Mutis, pero que las
hormigas arrieras arrasarían ante la
mirada cómplice del alcalde de turno.
Ante tanta
desidia y un pasado que se parece más a la sombra de la muerte, el forastero o
transeúnte desprevenido que esté en el atrio del Señor de la Ermita, al mirar
hacia el poniente podrá toparse con un cerro aun verde en forma de cono y un
camino sinuoso que se estira bordeado de casuchas, casas a medio hacer, casaquintas,
peladeros, motos, carros, ciclas o cualesquier transeúnte arrastrando un par de
chancletas. Ese es el cerro de Santa Catalina coronado por una cruz y que la
tradición oral lo llama a secas el Bosque
Municipal.
A pesar de
que la tradición cuenta que, por ese
cerro que va de un relieve ondulado a uno quebrado, y con una altitud que va de los 600
a 950 msnm caminó el naturalista José Celestino Mutis, quienes conocieron y
anduvieron por el bosque hace 40 años
coinciden en afirmar que el frío y la obscuridad desaparecieron.
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Esther Julia Cárdenas |
El bosque de
hoy día es desvencijado y caliente. La tala desaforada ha secado las quebradas
y consigo la humedad de los suelos, acabando de un tajo con el hábitat del higuerón, las piñuelas, el yarumo y los bejucos donde
pende la Aristolochia mariquitensis.
Pues al Museo
viviente del sabio Mutis como lo llaman algunos, o, quienes dicen que
es un Patrimonio Cultural, Histórico y Ambiental, seguramente, si no
se hace algo, en un futuro no muy lejano solo se hablará del Bosque Municipal a
través del recuerdo de quienes fueron sus dolientes y custodios más cercanos:
José Orlando Velásquez, Anita Machado y Esther Julia Cárdenas.
A pesar de que
el bosque tiene camionadas de investigaciones e informes, la realidad es que el
bosque se está muriendo. Solo se salva si lo dejan quieto y sacan al ser humano
de sus predios.