Raúl Ramírez
Cabalgaba en el tiempo la década de los 70s, años
dorados de la bonanza marimbera y antesala de la época de terror del narcotráfico
en Colombia. Me encontraba estudiando en el colegio San Pio X con el cura Manuel
Manolo Cardona; presbítero educador con mano de hierro del cual recibí un par
de muendas por indisciplinado.
En la floreciente población de Armero había una vieja casona
grande que albergaba a una familia en la que algunos eran hermanos casados con
hermanas. A simple vista parecía una comunidad gitana por la algazara en que
vivían. La casona había sido diseñada con los albores de la ciudad, que siempre
mostró su liderazgo comercial en la región, y su estructura se distribuía en
forma de U, con una batería de baños, lavaderos y sanitarios en el centro y
amplios pasillos; además contaba con un patio enorme donde a veces jugaban los
hijos grandes y pequeños. Yo andaba en los 14 años tal vez y vivíamos en la
casa de enseguida, donde don Marcos, el papá de Orlanda la enfermera, una
morena servicial de ademanes varoniles.
Al mirar de frente la casona de los Tehuta se
destacaban sus tres escaleras piramidales debajo de sendas puertas para
ingresar a las habitaciones que daban a la calle y un portón grande que permitía
el acceso general. Estaba pintada de blanco con sócalo y puertas color azul cielo
y sus pasillos tenían columnas de madera con pisos resquebrajados en cemento. Yo
permanecía la mayor parte del día allí para jugar y hacer mandados; la mujer de
Benjamín Tehuta, Cecilia, una cuarentona agraciada y peliteñida gustaba que yo
le hiciera esos oficios porque no me demoraba.
Cecilia tenía dos hijos el pequeño Leonardo y Victoria una hermosa colegiala
adolescente de 17 años que ya tenía de novio a un jugador del equipo de futbol Racing
Club de Armero. Benjamín se desempeñaba como pintor latonero y tenía fama
de buen trabajador, aunque “muy
incumplido”, según decía Alfonso “El
Burro”, antiguo
administrador de la hacienda “La Vuelta” del millonario don Julio
Rebolledo.
En una de esas habitaciones vivía Blanca Tehuta, de
estatura mediana y tez blanca, prostituta de profesión, quien atendía un burdel
en la salida del pueblo, donde se daban cita parroquianos campesinos para divertirse
con el grupo de rameras que
ella administraba. Sus hijos eran Henry,
German, Doris y la niña Liliana, muchachos que gozaban de la admiración de todos
por ser los más educados y decentes del grupo, pues no se les oía ni una sola
palabra soez en el trato con los demás habitantes de la casona; a pesar de que
Blanca se destacaba por su lenguaje cotidiano obsceno y mordaz.
Alberto Tehuta habitaba en otro cuarto, era el soltero
de la familia, también pintor latonero que trabajaba al lado de Benjamín. Contiguo
pernoctaba Martin Tehuta “El
conejo”, quien en ese entonces había llegado de Venezuela donde había
dejado su familia. Vaya Ud. a saber qué fantasmas perseguían a este pobre
hombre. Él también tenía el mismo oficio que sus hermanos varones.
En el otro extremo de la casona ocupaban habitación
Eduardo Tehuta con su mujer Martha “La
negra” y sus hijos Marthica de 13 años y Miguel de 6. Igualmente, hacia
parte del equipo de trabajo de Benjamín. Unos se movilizaban en motocicletas y
otros en bicicletas. Allí se convivía en una rara armonía, que se podía palpar
en los juegos y distracciones de los pequeños y los inconvenientes que por
naturaleza ocurren entre los adultos. En épocas festivas toda la familia y
amigos se aglutinaban para bailar alegremente, alrededor del viejo equipo de
tocadiscos marca Sharp que tenía Cecilia en su habitación.
Mi amigo más próximo era Henry, el hijo de Blanca, con
quien frecuentábamos las discotecas y bailaderos y compartíamos el juego a la
pelota. Era un muchacho simpático buena onda que gustaba de estar a la moda con
sus camisas a cuadros, pantalones de bota ancha en terlenka y zapatos de
plataforma. En raras ocasiones nos íbamos de “gotera” con el gordo Danilo, un carnicero vecino que tenía fama de
gustarle los hombres y gozaba repartiendo licor entre los jóvenes que
departíamos con él en la “piscina playas marinas”, bailadero popular que
se mantenía atiborrado todos los fines de semana.
Una tarde solaz llego Henry para que lo acompañara en
la moto de su tío Benjamín a comprar unos buñuelos, pero no pude ir porque me
habían contagiado con paperas; fue el mismo día que me fui al apartamento del
lado por el patio interior donde vivía don Marcos, a ver el “Llanero solitario”: Me lleve tremendo
susto porque al sentarme silenciosamente en la puerta entre-abierta para mirar
televisión, ya que nosotros no teníamos televisor, encontré a Orlanda la enfermera
en agitada faena sexual junto con su amiga la profesora Ligia. Quedé impávido y
sin saber qué hacer… al instante me descubre Orlanda al tiempo que estalla en
sonora carcajada diciendo: ¡Ay Jueputa y de dónde salió este chino marica! Salí
corriendo de allí envuelto con la misma cobija que llegué y no le dije nada a
nadie.
Todos los Tehuta varones eran marihuaneros, menos
Henry, a pesar de convivir en medio de ese ambiente de viciosos que se reunían
en el taller de su tío, no solo a reparar carros sino, para compartir unas
bocanadas del pestilente humo del cannabis.
Mercedes Tehuta, y su hijo Jerónimo Pinto vivían en
otra casa cercana. En las largas y calientes noches de verano salíamos a jugar
al frente en la calle, con el balón de Jerónimo, quien hoy me recuerda a “Kiko" el del "Chavo del Ocho”. Él decía
quién jugaba y quién no; era el niño rico de toda esa manada de jovencitos que
nos reuníamos a divertirnos. Siempre iba con su impecable uniforme, zapatos
tenis costosos y su pelota de cuero. Los demás jugábamos descalzos y
descamisados. Pasábamos horas corriendo
tras la pelota hasta que salían las mamás a llamarnos para que fuéramos a
dormir.
Esta rutina se vivía todos los días; pero con Henry y
otros grandecitos nos íbamos a rondar las discotecas y bailaderos los fines de
semana, para bailar con las muchachas o simplemente a plantarnos a mirar el
baile de los demás.
Era esa época donde yo hacía tránsito de la pubertad a
la adolescencia y exploraba múltiples descubrimientos y experiencias que
comenzaron a formar mi personalidad. Nunca quise fumar y cuando me daban
aguardiente lo tiraba por debajo de la mesa sin que se dieran cuenta, motivo por
el cual me mantenía sobrio mientras los demás se tambaleaban de la borrachera,
así cogí fama de verraco para beber.
Disfrutamos de paseos de olla al rio Sabandija, a donde
nos trasladábamos en un camión grande que se llenaba con toda la gente de la cuadra,
en medio del jolgorio y la música de la grabadora gigante que Alberto se
complacía en llevar.
Recuerdo que recién aprendí a montar en bicicleta,
Cecilia me mando a llevarle el almuerzo a Benjamín, siempre fui a pie, pero
ahora quería ir en bicicleta y a pesar de los cuestionamientos de Cecilia,
agarré el portacomidas en una mano y con la otra manejaba. Lógico, no era muy
diestro en ello, pero terco sí. Pues fue así como a las pocas cuadras de allí
frente al hospital San Lorenzo, con la llanta delantera de la bici pisé una
pequeña piedra y perdí el equilibrio cayendo aparatosamente con todo y el almuerzo,
el cual quedo esparcido por toda la calle. Ese día por poco me linchan en la
casona cuando regrese todo lacerado a contar lo que me había ocurrido.
De la casona de los Tehuta no sabía nada desde 1981
cuando salí del pueblo. No sé cuántos Tehuta se salvaron de la terrible
tragedia que se llevó a Armero aquel 13 de noviembre de 1985, yo vivía ya en
Mariquita donde trabajaba con la radiodifusora local. Después de varios años pasé
a laborar con gaseosas Glacial, con una carta de recomendación de lujo que me
dio mi exjefe Gustavo Garay. Desde que llegue hice grandes amigos como “El mono
Jaramillo” y enemigos; entre ellos Orlando Valencia, su gerente, quien me
despidió fulminantemente y sin justa causa, después que le pedí audiencia para
contarle confidencialmente que un contratista publicitario amigo suyo se estaba
robando descaramente y en cantidades alarmantes los materiales que se les daba
para su trabajo.
Cuando estaba leyendo la carta de despido, aquel 13 de
noviembre de 1993 a las 11:50 de la noche, después de llegar de una extenuante
jornada de trabajo, razoné: ¡uy! Le
conté al mismísimo jefe de la banda.
Me fui a Cúcuta a trabajar con la competencia y obtuve
muchos logros, tanto que me ascendieron como
jefe de ventas y me enviaron a la
planta de Mariquita, a donde retorné cuatro años más tarde con el dulce sabor
del éxito.
Fue en una salida de visita al mercado en la vecina
población de Lérida, donde conocía a varios amigos, que me baje del Jeep de la
empresa y camine donde uno de ellos para conversar sobre los viejos tiempos
cundo estuve por esas tierras laborando con Glacial;
al tiempo se acercaron dos personajes hombre y mujer harapientos, mendigos,
malolientes y con fuertes rasgos de abandono. Interpelándome me dijo: “Uy!... Ud. es Raúl cierto?... le ha ido
bien…, Venga pase pa´ la gaseosita”
La mujer se quedó más distante desde donde me dijo con
tono irónicamente cantado: “Qué hubo
Raúl…ya no conoce!, ¡jueputa la plata jode!
Entonces interrumpí lo que estaba haciendo y me
concentre en sus caras sucias haciendo un esfuerzo por descifrar esos rasgos
que me eran familiares. Con algo de desespero y esforzándose por hacer creíbles
sus palabras el hombre fijándome la mirada insistió:
“¡Soy Jerónimo, Raúl, Jerónimo
Pinto y ella mi tía Blanca Tehuta!”
Ibagué, abril 19 de 2021