Armando Moreno Sandoval
Mientras mi papá rememoraba
en voz baja la masacre perpetuada por las Farc-EP a su familia un cuarto de
siglo atrás, por los debates y los comentarios que a diario se llevaban en la
tele, en las universidades, en los cafés, en las plazas de mercado, las voces
coincidían que por los acontecimientos que estaban acaeciendo, 1989 terminaría
como el año más violento hasta la fecha. Y no era para más. Todo mundo andaba
con los pelos de punta, como dice el dicho cuando una sociedad está
atemorizada. El 18 de agosto las balas habían ahogado las palabras de un
candidato a la presidencia. Soacha, un municipio adyacente a Bogotá, en plena
campaña electoral habían asesinado a tiros el candidato Luis Carlos Galán. La
tele difundió la noticia y el mundo fue testigo de un Estado arrodillado por
las mafias del narcotráfico y de la política.
En ese entonces,
como hoy día, los asesinatos y las masacres eran de nunca acabar. Los medios
escritos y hablados no daban tregua narrando los hechos. Pero la desgracia tocó
las puertas de la casa de mi papá. A través de la radio, a eso del medio día,
mientras almorzaba, los platos de la sopa y del seco volaron por los aires. Mi papá
quedó estupefacto: en la vereda El Recreo, municipio de La Palma (Cundinamarca),
algunos miembros de la familia, la noche anterior, los habían acribillados a
balazos.
Por esos años las
regiones cambiaban de bando como cambiar de ropa. Dependiendo de las
circunstancias, unas veces estaban bajo el poder de las armas del narcotráfico
conocidas como paramilitares, otras veces bajo el poder de la guerrilla y otras
veces bajo el control de los fusiles del Estado. Quienes vivieron bajo la
amenaza de los cañones de los fusiles testimonian que ese mes de septiembre la
región estaba en manos de la guerrilla: el XXII frente de las Farc-EP.
La noche del 9 de
septiembre de 1989 el ladrido de los perros despertó a la familia. Desde el interior de
la casa se dieron por enterados que uno de los perros había sido acallado para
siempre. Hombres y mujeres uniformados de color oliva con sus armas incursionaron
a la casa. Con las culatas de los fusiles fueron empujados hasta la enramada
que cubría el trapiche. Las niñas a medio despertar con sus manitas asidas a
los pliegues de la pijama de la mamá no paraban de llorar.
Una mujer con voz
de mando ordenó: “mujeres adentro…!”. Apretujados en la cama, temblando ante el
infortunio de la noche, escucharon la detonación seca de varios disparos. El
silencio absoluto se tomó el interior de la casa por varios minutos. De nuevo la
voz de mando de la mujer: “mujeres afuera…!”
Los cuerpos
convertidos en cadáveres de José Antonio Moreno de 40 años y de sus hijos Fidel
de 17 y José Hugo Moreno Palacios de 25 años yacían tronchados, desgonzados.
Los gritos de dolor de los sobrevivientes toco las puertas del vecindario.
Nadie acudió. El miedo se había apoderado de la noche. Observaron los cuerpos apilados
y manchas de sangre esparcidas por doquier. La pared como paredón había sido testigo
del fusilamiento y de los gritos convertidos en una sola voz clamando: “no nos
maten!”. ¡El lamento y el grito de dolor fueron más fuertes que el cállese! La
voz de mando de la mujer dirigiéndose a la madre de sus hijos gritó: “váyanse y
no vuelvan! Si regresan los mato!”.
Ciento dieciséis
días después, el apego a la tierra pudo más que la advertencia de amigos y
familiares del peligro que corrían. Regresaron. El 3 de enero de 1990 en horas
de la mañana salieron del municipio de Pacho hacia La Palma. En un bus que
llaman de escaleras viajaban la viuda Roseida Palacios Ocaña junto a sus hijas
Rebeca y Sandra Carolina Moreno Palacios. Quienes viajaban colgados como
racimos de plátanos en la parte trasera del bus vieron que al descender la mamá
y sus dos hijas sus pertenencias no eran mayor cosa. Los alijos eran llevados
bajo el brazo.
Tomaron el
callejón que atravesaba varias de las fincas de la vereda. Pasaron por el
cementerio que albergaba las tumbas de los antepasados familiares para luego
tomar de nuevo un camino enrastrojado que los llevaría a la casa. Los cafetales
y el platanal enmontados. No había rastros ni de gallinas, perros, caballos,
burros y vacas. Era el medio día y el sol resplandeciente lo hacía caluroso.
Mientras le
indagaban al pasado por sus pertenencias que habían dejado escucharon un tropel
en medio del cafetal enmontado. No habían pasado 15 minutos. “Eran muchos
hombres”, recordaría Sandra Carolina.
“Se lo
advertimos…!”, dijo la voz de mando a manera de retaliación. Era la mismísima
mujer que había incursionado en las altas horas de la noche pocos días atrás.
Sandra Carolina la
menor yacía boca abajo en la explanada de la enramada. Encubría la cara con sus
manitas. Dejando una rendija entre sus dedos, observaba y sentía cómo el ruido
de las botas envolvía su cuerpo. Manoteándole a la cara de su madre, observó
cuando la mujer con voz de mando la arrastró a la pared que hacia las veces de
paredón. Alcanzó a oír de nuevo la advertencia. Contuvo el llanto al ver que
uno de los hombres desenfundaba un arma que llevaba al cinto. Los gritos de su
hermana y de su madre clamando que no las mataran fueron en vano. Un sollozo
tenue se le escapó al ver que el hombre con el arma desenfundada levantaba la
mano a la altura de la cabeza de su madre. Un disparo a quemarropa la
estremeció, milésimas de segundos después vio el cuerpo de su mamá caer
desmadejado. De nada valieron los gritos de su hermana en medio de las lágrimas
pidiendo clemencia. Otro disparo a quemarropa ahogaba para siempre el clamor.
Cuando quiso
correr hacia los cuerpos yermos de su madre y hermana, una mano de mujer la
detuvo. Llevándose el dedo índice a la boca le dio a entender que guardara
silencio. Tomándola de la manita la llevo hasta el borde de un cañaduzal.
“Corra y no mire
atrás”, fueron sus únicas palabras.
Al terminar de
rememorar las masacres de su hermano, su cuñada, sus sobrinos y de su sobrina
guardó silencio por unos instantes. Con
los ojos lelos miró alrededor. Al levantarse trastrabillo, sus piernas le
flaqueaban.
El domingo de las
elecciones el ambiente estaba caldeado. Quienes estaban a favor de la
reelección de Juan Manuel Santos argumentaban el regreso de Álvaro Uribe a la
presidencia a través Óscar Iván Zuluaga. Su triunfo supondría que el proceso de
paz quedaría hecho trizas. Quienes estaban en contra del proceso de paz, uno de
los argumentos era el de que el gobierno estaba entregando el país a las
Farc-EP. El eslogan para ganar votos a favor del candidato de Álvaro Uribe era
simple, engañoso y contundente: con la paz sí, ¡pero con el candidato de la
reelección… no!
Mientras Colombia
estaba dividida, la salud de mi papá se caía a pedazos. La promesa de llevarlo
a las urnas para que depositara su voto se me había convertido en un cargo de
conciencia. Al promediar la mañana toqué las puertas de su médico amigo.
Conocedor de la salud de mi papá le comenté el deseo que tenía de cumplirle con
el voto. Antes del mediodía estaba ya auscultándolo con su estetoscopio. El
paso de los años no tiene vuelta atrás. Tomándome del brazo me susurro al oído:
“no está saturando”. Recomendó llevarlo con precaución y que estuviese al tanto
de cualquier percance. “Respirar aire fresco le hace bien”.
Supuse que al
mediodía sería la hora indicada para llevarlo a votar, ya que la gente almuerza
y hace la siesta. Solicité un servicio de taxi. La sorpresa fue de
incredulidad. Los electores estaban ejerciendo el derecho a decidir por la paz.
Largas filas. Mientras la gente esperaba pacientemente el tarjetón, me dirigí
directamente a la mesa de votación donde tenía inscrita su cédula. Con el
tarjetón en mi mano, tomándolo del brazo lo llevé con su caminar lento hasta el
cubículo. Como pudo tomó el lapicero entre sus dedos para luego con su mirada
perdida decirme que le era difícil marcar el candidato de la reelección. Comprendí que sus dedos habían perdido sus
fuerzas. Al ver su impotencia tomé el lapicero. Mientras marcaba por él el
candidato de su preferencia, sentí nostalgia. La hora de partir de este mundo
se estaba acercando. Lágrimas rodaron por mis mejillas.
Al empezar la
noche del 15 de junio los medios de comunicación informaban del triunfo del
candidato de la reelección y de la paz.
El 29 de septiembre de 2014 mi papá moriría convencido de que la paz había llegado por fin.
Ahora, en este 2024, diez años después, la paz es solo un discurso que está en el papel y en los
labios de quienes viven a costillas de ella. La violencia en todas sus formas e
ideologías se ha recrudecido, da miedo que la sociedad mire hacia los lados. Las ideologias totalitarias y fanáticas, sean del lado de la derecha o de la izquierda, están imponiéndose donde están acallando la voz del otro. La resignificación de los hechos según mi parecer, la cultura de la cancelación y la corrección política es la nueva narrativa de la derecha y de la izquierda. Lo miedoso es que la gente, hasta los más ilustrados, aplauden. Les parece normal que haga parte de su diario vivir. Solo le creen al mesías. La razón y el consenso a través de la diferencia ha muerto.
La masacre de la familia de Don Pioquinto Moreno ha quedado impune. Conservo el archivo que da testimonio de esa masacre
y de cómo un Estado kafkiano con su burocracia inútil fue incapaz de dar con los
perpetradores del crimen a sabiendas de quiénes eran. Hace poco consulté el
informe de la Comisión de Paz. No encontré rastros de las masacres de la vereda El Recreo, municipio
de La Palma. Para esa burocracia esas masacres no
existieron.
Siempre me he
preguntado cuál es el gusto que siente la gente por la violencia. Los
siquiatras dicen que la colombiana es una sociedad mentalmente enferma. Y razón
deben tener si se lee al historiador cultural estadounidense David J. Skal,
quien se dedicó toda su vida a entender el terror y el miedo a través del cine.
En su libro “Screams of reason: Mad Sciencie and Modern
Culture” (1988) este historiador plantea que una sociedad muestra sus
entrañas por lo que le teme.
Y a qué le teme, preguntaría cualquier lector despistado. La respuesta
es simple: ¡a vivir en paz!