Armando Moreno Sandoval
Virginia Wolf la escritora inglesa, dijo: “Cada uno tenía su pasado encerrado dentro de
sí mismo, como las hojas de un libro aprendido por ellos de memoria; y sus
amigos podían sólo leer el título”, fueron las frases que me saltaron a la
mente al terminar de leer el libro del hondano Jaime Cedano Roldan: Paz en Colombia. Crónicas de ilusiones,
desencantos y viceversas.
A medida que fui pasando las yemas de los dedos por
la pantalla de mi tablet me fui construyendo una versión de un pasado muy
parecido al de los individuos en estado de coma. Eran filminas que mi cerebro
fue desempolvando, pues a medida que avanzaba en zigzag, era la misma historia
pero narrada a través de otra voz.
En efecto comprendí que el pasado es poliédrico y que los hechos como tales están amarrados a
las interpretaciones; y que dar cuenta del pasado desde el presente nos puede
llevar por otros caminos así se haya vivido, sentido y conocido los hechos de ese
pasado. Fue exactamente lo que aprendí al leer los textos de Cedano.
Lo que quiero afirmar es que los hechos están en el
recuerdo, la memoria, la imagen, el texto. Lo que se discute es su
interpretación que, en últimas están mediados por la ideología, los sentimientos
y por qué no esa mirada que se hace desde el presente. Porque si ello no es
así, entonces qué sentido tendría escribir sobre el pasado, pues lo estaríamos
pensando como un axioma ya que las preguntas sobre ese pasado sobrarían.
Pienso que la generación que nació a mediados del
siglo XX fue una generación atrapada por los fanatismos de los metarrelatos de
la primera mitad del siglo XX (fascismo, nazismo, falangismo, estalinismo,
maoísmo, sovietismo). Metarrelatos que luego hicieron tránsito a la segunda
mitad del siglo XX para asaltar las mentes de una generación que más que brindarle
rebeldías oníricas, les ofreció fueron pócimas de odio y muerte.
La generación que creció en la segunda mitad del
siglo XX, y que empezó a envejecer con el siglo XXI, además de ser la del
estado de sitio, es la misma que escuchó hablar de los cortes “franelas”
de liberales y conservadores en la años
de la violencia bipartidista, la que luego años más tarde cabalgaría junto al
humo de los cañones de los comunistas, paracos, narcos y ohhhhhh que vergüenza
la misma de la de los corruptos. Es la generación
que solo vivió el amor en los versos de los poemas, pero que si hizo mucho para
odiar. Es la generación que niega al otro, porque ese otro solo es posible si
piensa y es igual a mí.
Si la generación que nació a mediados del siglo XX le
hubiese hecho el quite a los metarrelatos del fanatismo ideológico (llámese
nazismo, fascismo o comunismo en todas sus vertientes) quizás hubiésemos
construido otros caminos con menos cruces, con menos filos de machetes, con
menos casquillos regados por doquier, con menos fosas, con menos muecas, con
menos gritos de dolor al enfrentar las diversas máscaras que tiene la muerte.
Pero no. Esos otros caminos fueron imposibles. En los
metarrelatos —esas grandes construcciones teóricas que le trazaron y aún le
trazan el camino a la humanidad (desde el cristianismo hasta el marxismo,
pasando por los grandes sistemas filosóficos herméticos y cerrados) — no hay
espacio para los débiles. Solo así podemos entender los horrores de Auschwitz o
los Gulag de las estepas rusas.
El filósofo de la ciencia, Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos,
publicada en 1945 poco después de culminada la Segunda Guerra Mundial, escribió,
que era ignominioso que ideología alguna a nombre de ella justificara la muerte.
Sin embargo, no se entiende cómo una buena proporción de intelectuales,
académicos, escritores y poetas condenaran las atrocidades ignominiosas de los
totalitarismos de derecha e hicieran caso omiso de las atrocidades de los
totalitarismos del “socialismo real”. Hechos indefendibles que solo ahora aún
siguen siendo alimentadas desde la izquierda o de la derecha desde las posturas
de la post verdad.
La obra de Popper, ninguneada tanto por la derecha
como por la izquierda, pasó desapercibida. Aunque solo es leída en seminarios
universitarios especializados, el legado de este filósofo para reinventar la
democracia liberal ha sido arrojado al cuarto de San Alejo. Es una obra
inconmensurable para comprender la democracia liberal. Solo los demócratas se
atreven a leerla y a consultarla. No es sino recordar la respuesta a aquella
entrevista cuando le preguntaron al viejo Popper qué era la democracia. Como
todo un sabio respondió. La democracia no tiene definición, pues ella en sí
misma es una construcción permanente. Será la misma sociedad quien la proteja
cuando lleguen los totalitarismos de cualquier cuño ideológico a torcerle el cuello para ponerla a su
servicio bien sea por la vía de las leyes o de los cañones.
Ahhhh…! que frases tan sabias y qué desgracia la de
Latinoamérica cuando las ideologías que venden ilusiones y sueños amañados
llegan para perpetuarse en el poder. Esa es la desgracia de Latinoamérica desde
la frontera de Méjico con Estados Unidos hasta la frontera de la Patagonia con
la Antártida.
Ayer fueron las dictaduras militares de derecha,
ahora en este siglo XXI son las dictaduras constitucionales de izquierda. En
esta borrachera de ideas que solo saben hacerle loa a los cadáveres, está
Colombia. Pero quien lo creyera! Aún hay generaciones, algunas jóvenes otras ya
muriéndose, que todavía creen que la democracia hay que construirla a la manera
de los versos del poeta Vladimir Maiakovski: “¡Enderecen la marcha! Para palabrerías no hay sitio. ¡Silencio,
oradores! Es suya la palabra,
camarada máuser. Basta de vivir
con leyes dadas por Adán y Eva”.
La tragedia de Latinoamérica no es la metáfora del
coronel Aureliano Buendía de García Márquez. Ni tampoco es el lloriqueo que
retrata Eduardo Galeano en su obra Las
venas abiertas de América Latina, ni tampoco es el volar del cóndor en los
labios de la canta autora Mercedes Sosa. Es más simple: es una culebra que
permanentemente se traga así misma por la cola. La culebra son esas ideologías
tanáticas y fanáticas que deciden por otros en medio de la indiferencia, es la
culebra que hace oídos sordos a los llantos de los niños y de las niñas
huérfanos de padre y madre.
Los símiles para describir a Colombia son
variadísimos, podría uno pensar que nuestro país es un palimpsesto de odio y
muerte que repite el mismo guion con diferentes actores dependiendo la época
que les tocó vivir. Así ha sido desde Bolívar y Santander. Y este siglo XXI
cuando creíamos que las ideologías de la muerte habían dado paso al respeto por
la diferencia nos vemos de nuevo atrapados por el odio que emana de las fauces
de los señores de la muerte.
De lo que tal vez no nos podemos quejar es que
Colombia es una construcción hecha con metáforas, ya sea por aquellos que dicen pensar el país —al
estilo de William Ospina con su Franja
Amarilla—, o por quienes tomándose el ultimo cuncho de la cerveza en una
cantina de mala muerte, al ver flotar cadáveres río abajo se jactan y alardean —como
cualesquier político— de tener la fórmula de salvación de este país.
En este siglo XXI cuando se pensaba que la democracia
liberal y sus diversas formas de gobierno estaban libres de los fanatismos ideológicos,
es cuando menos lo está. El surgimiento de los nacionalismos y los populismos
tanto de derecha como de izquierda están lanzando dardos envenenados contra la
democracia liberal y el legado heredado a partir de la Ilustración. Pues mientras
la culebra de los fanatismos ideológicos se siga engullendo así misma, la
democracia liberal correrá el peligro de estar herida de muerte.
Mientras estaba finiquitando el libro de Jaime Cedano
llegó a mi mente los recuerdos de mis viejos amigos, quienes convencidos por
una causa no pudieron terminar el ciclo de sus vidas como corresponde: morir de
viejos. Pienso en Honorio Moreno y en mi viejo amigo de pupitre y de colegio Fabio Pescador. El recuerdo de ellos
volvieron a vivir en mí.
A Honorio Moreno, sindicalista y militante del
Partido Comunista, el Estatuto de Seguridad le arrebató de la manera más vil su
vida. Torturado hasta decir no más! fue hallado a la vera del camino entre
Mariquita y el río Guarinó. En Mariquita un barrio lleva su nombre en memoria
del aguerrido luchador sindicalista. En vano he buscado su tumba, nadie da
razón de él.
Fabio Pescador después de estar preso varios años en
la base de Palanqueros en Puerto Salgar terminó orate y deambulando por las
calles de Mariquita. Como si su hogar fuera uno de los círculos del infierno de
la Divina Comedia de Dante, solía hablar y comentar los encuentros en el
purgatorio con sus viejos camaradas de lucha. En medio de sus delirios solía
relatar que con el camarada Honorio Moreno hablaban mucho de esto y de aquello, y que a la tertulia llegaban esos otros que también había sido desaparecidos. Poco hablaban de
la revolución, hablaban de lo bonito que era la vida. Y así murió.
Hoy están en el olvido.
Me alegro sí por el viejo Cedano que en entre
sevillanas y los olés siga sonriéndole a la vida por muchos años más.
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