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sábado, marzo 26, 2011

Armero, un cuarto de siglo después

Armando Moreno

El pasado 13 de noviembre 2012 estuve en la celebración de un cuarto de siglo de la desaparecida Armero. Desde que estoy investigando lo que ocurrió el 9 y el 10 de abril de 1948 con el asesinato del sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, me dije que para los 25 años de la erupción del volcán nevado del Ruiz estaría allí. Y así fue.

Me sorprendió que un cuarto de siglo después, ríos humanos llegaran allí para recordar sus familiares, sus amigos. Lo que fueron sus calles, su cementerio. O por qué no, las caras anónimas con las que me tropecé, y que simplemente estaban allí porque querían compartir y recordar aquel suceso que la memoria jamás de los jamases podrá olvidar.

O como yo, que quería encontrar una generación que bordeando o cruzando el umbral de los 80 años me contaran —si recordaban claro está— como había sido aquella tarde del sábado en que una muchedumbre enardecida por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán querían dar muerte el párroco de Armero.

A medida que avanzaba por entre el gentío pude percatarme que la generación que buscaba estaba esquiva a las retinas de mis ojos. Una sensación nostálgica me embargó mi existencia. Pues sin la memoria de esa generación octogenaria difícilmente podría dar fe, o por lo menos, tener una mirada diferente de lo que me dicen las fuentes escritas acerca de lo que le había pasado el párroco Ramírez.

Después de ese 13 de abril me he preguntado dónde está esa generación octogenaria que tiene mucho que contarnos. Y es una lástima que de los diversos festejos que se organizaron se hubiese omitido a esa generación en particular, y aquellas otras posteriores a ella. Porque si bien Armero no existe, aun persiste una cultura inmaterial y es la que se conserva en la memoria de los miles de armeritas que sobrevivieron a la avalancha del Ruiz.

No obstante, pude comprobar cómo esa fuerza humana se resiste a olvidar lo que antaño fue suyo. Incluso, la memoria de mi niñez se cruzó como un acto de magia con mi memoria del presente.

Las primeras horas de la mañana del sábado estuvieron soleadas. Pensé que la vorágine de la efemérides se haría sentir. La que había sido la carrera 18 —la vía hacia Ibagué— era una alegría desbordante. Megáfonos anunciando la historia de Armero, los escapularios con la imagen de la Virgen del Carmen, las fotografías colgadas de las ramas de los árboles que nos decían cómo había sido el Parque de los Fundadores, la iglesia San Lorenzo, la estación del Ferrocarril y una que otra que enseñaba el mar de lodo que había cubierto a Armero.

Tanto los jóvenes como los adultos, los adolescentes, los críos recién nacidos sobre los hombros de sus madres, las mujeres engalanadas con sus atuendos de la región, hacían del lugar la fuerza centrífuga y el sitio de encuentro.

Al dejar llevar la vista hacia el nevado volcán del Ruíz, y al recorrer las calles y manzanas que bordeaban un pequeño brazo del río Lagunilla, el recuerdo llegó para decirme que por aquí había quedado la escuela Jorge Eliécer Gaitán, el Parque Infantil, la Central Eléctrica, el Club Campestre y los barrios El Inglés y El Recreo.

Al cruzar la vía que nos lleva a la vereda de San Pedro, y al caminar más al norte, como queriendo ir hacia el Club de Caza y Pesca, se tropieza con el rastro de lo que fue el Estadio Panamericano. Y más al lado, hacia las estribaciones de la cordillera central, el Club Los Pijaos. Y si quisiéramos ver más allá, seguramente nuestra imaginación nos llevaría hasta las desmontadoras de algodón y el hospital siquiátrico.

Al devolverme, pensé en la calle 12. Pues es la calle que nos lleva en línea recta a la iglesia San Lorenzo. Al cruzar la carrera 18 se deja atrás las ruinas del hospital central para tropezar con los escombros de las casonas que en aquel entonces representaban la pujanza comercial de Armero. Dos cuadras más abajo, siguiendo por la calle 11, y que por la época del político liberal Jorge Eliécer Gaitán se conocía como la Calle Real, se llega al corazón de lo que fue Armero: el Parque de los Fundadores. Fue lo que se conoció como El Centro. Pues en su entorno, además de la iglesia, albergaba la Alcaldía, la Caja Agraria, el Colegio Americano, las heladerías, los hoteles, las droguerías, el supermercado YEP, los cafés y sus billares.

Al caminar hacia el oriente y como quien quiere ir al encuentro del valle del Magdalena, el transeúnte se tropieza con restos de lo que fue el ferrocarril. Un hombre de pelo quieto y piel morena y con caminar pausado me señala donde podía haber quedado la Plazoleta Santander. Estirando el índice hace un semicírculo. Por allí quedaría el campo de futbol, por aquel la escuela José León Armero, por este otro lado el colegio de la Sagrada Familia y más allá el barrio 20 de Julio. Me dijo el hombre con autoridad de conocedor.

Eran las 11 de la mañana y un sol radiante caía sobre nuestras espaldas. Un murmullo llegó a nuestros oídos. Caminé junto al hombre de piel morena. Íbamos en busca de las palabras entrecortadas. Minutos más tarde estábamos frente a la tumba de Omaira. En medio de ramilletes de flores y rosas, un hombre con rosario en mano, en medio de hombres y mujeres, elevaba una plegaria. Otros y otras pedían milagros. También vi caras que dejaban rodar las lágrimas por las mejillas.

Al dejar que la muchedumbre me llevara de vuelta al Parque de los Fundadores, en un cerrar de ojos me encontré frente al sitio donde se había erigido el templo de San Lorenzo. Un pedazo de la cúpula estaba allí como si fuera un testigo viviente que pudiera dar cuenta del pasado. Al mirarla detenidamente regresó en mí los sucesos del 9 de abril de 1948.

Recorrí lo que fuera la nave central e hice el esfuerzo por recordar lo que pasó. Pensé cómo aquel sábado 10 de abril, entre las dos y las tres de la tarde, un día después de haber sido asesinado Jorge Eliécer Gaitán, una turba de hombres con bombas y armas se tomaba la iglesia. Me imagine el cruce de balas entre el templo y el parque, y los policías tendidos en el césped bajo el mando de quién sabe quién disparándole a la cúpula del templo. Entretanto otros hombres armados de machetes, escopetas y revólveres pidiendo a gritos dónde estaba el párroco Ramírez.

Mientras la muchedumbre enardecida recorría las calles con machetes, pistolas, revólveres, escopetas y palos gritando ¡Abajo el partido Conservador! ¡Muera Mariano Ospina Pérez!; un hombre blanco, de profesión carpintero, llamado Camilo Leal Bocanegra, de 38 años y nacido en Honda, con machete en mano bajaba al párroco Ramírez del techo de la casa cural al solar de la tienda de Salvador Torres.

Mientras buscaban la salida hacia la calle 11, el párroco Ramírez le dijo al carpintero: “Llévame maestro a la cárcel porque allá quedo más seguro que aquí”. Al cruzar el dintel de la puerta de la tienda una muchedumbre enfurecida los esperaba en la calle. Caminaron juntos unos pocos metros en dirección al Parque de los Fundadores. El carpintero llevaba al párroco tomado por el brazo. De un momento a otro y en un cerrar de ojos, voces con el grito al cuello le dijeron: “¡hijodeputa…! si no lo suelta lo matamos…”.

De repente brazos salidos de las entrañas de la tierra le arrebataron al párroco Ramírez. Eran pasadas las cuatro de la tarde. A empellones lo llevaron hasta la esquina del almacén de David Jassir. Una voz fuerte se sobrepuso al griterío y a la algarabía. Esa misma voz pedía que le dieran por el filo del machete.

Un hombre que estaba en diagonal a la esquina de David Jassir vio cómo el filo del machete penetraba un poco más arriba de la nuca y que el médico legista en un lenguaje técnico llamó occipital. Cayó de rodillas. La sangre a borbotones recorrió las mangas de la sotana. El bonete rodó ensangrentado.

Al levantarse con esfuerzo, trastabilló al andar. Otra vez, otra voz, con rencor y odio gritó: “Denle de nuevo por el filo”. Estaba por llegar casi al borde del parque cuando un hombre en medio de la turba blandía de nuevo el filo del machete hacia la nuca. Fue un golpe certero. El cuerpo del párroco caía moribundo en medio de la turba. La muchedumbre se desparpajaría minutos más tarde en medio de la indiferencia.

En la esquina donde yació hace 62 años muerto por varias horas el párroco Ramírez, recordé sus últimos minutos de su vida. Me lo imaginé subiendo la escalera hasta el techo de la casa cural para luego saltar y pasar al de la casa vecina. Me lo imaginé diciéndole al carpintero Leal Bocanegra: “Maestro, favorézcame, que me matan”.

También pude percatarme que las calles y las manzanas de Armero no eran iguales al recuerdo de mi infancia. Las manzanas las vi pequeñas. Las calles no tan largas. Pude recordar cómo hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas caminaban por los andenes de las calles. Recordé perfectamente cómo un hombre tocaba una batería al ritmo de un chachachá. Era un hombre moreno. Tocaba medio encorvado en el “jazz”, una especie de tarima al fondo de la sala. Las parejas bailaban. Algunas se tongoneaban. Otros fumaban, bebían, reían y charlaban. Otros y otras hacían el sexo. En Armero había riqueza.

Al regresar a Mariquita, las imágines de mi infancia se fueron desvaneciendo a medida que me alejaba de Armero.