Armando Moreno Sandoval
Los graduados de los programas de Historia que se imparte en las Universidades los forman en teorías, métodos y fuentes. Sin embargo, no siempre quienes escriben Historia recurren a ese rigor. Es más, es muy común escuchar que a cualquier texto que se refiera al pasado se le encasille como Historia.
¿Debemos
condenar dichos esfuerzos por carecer de rigor académico? Personalmente pienso
que no. Al contrario, publicaciones como esas son una buena oportunidad para adentrarnos
a la crítica de la Historia, ya que nos dice que el interés por dar cuenta del
pasado es mucho mayor que lo que creen las autoridades académicas en los
programas de Historia de las Universidades.
Mientras
las Universidades no traten de llegar a quienes les gusta y quieren escribir
Historia, los esfuerzos historiográficos seguirán dándose por montones.
Últimamente
en el norte del Tolima han salido un buen número de publicaciones sobre
Armero, Honda y Mariquita, escritas, quien lo creyera, por aficionados que
quieren dar cuenta del pasado.
La
escritura del pasado desde la segunda mitad del siglo XX, y de lo que va del siglo
XXI, ha cambiado demasiado. El diálogo con la filosofía y la antropología ha
llevado a la Historia por narrativas impensables. Tan así, que sus fuentes ya
no se circunscriben a los papeles escritos que nos legaron las generaciones
pasadas. Hoy en día es factible no solo hacer Historia del futuro, sino hacerla
con fuentes falsas. Incluso hay corrientes historiográficas donde el
historiador puede darse el lujo de cambiar el curso de los hechos, es decir, de
lo que pudo haber sido pero que no sucedió porque los hechos fueron otros (la
llamada Historia fractal).
Este tipo
de Historia a muchos se les arruga la frente, incluso escupen en el suelo como
señal de desaprobación. Pero el lío no son las rabietas. El lío está en que la
Historia académica que se cultiva y se escribe sigue siendo aburridísima y
acartonada, donde el lector en vez de quedar atrapado por la narrativa, el
libro termina resbalando
de las manos.
El otro
lío que se tiene es que el oficio de la Historia por lo general se confunde con
la leyenda, el mito, el folclor, la fábula y, de ahí, a que los hechos sean
confundidos queda, como dice el dicho, a la vuelta de la esquina.
Esta
confusión solo es detectable para los eruditos atrapados en teorías y métodos, pero
para el común de la gente la frontera entre los hechos históricos y la ficción (la
leyenda o el mito) poco importa.
El nuevo
libro que se presentó en días pasados en Mariquita y que tiene por título Mariquita y su provincia del
miembro de la Academia de Historia del Tolima, el mariquiteño Arnoldo Vázquez
es un buen motivo para reflexionar acerca de la escritura del pasado
Si bien a
la mesa fue invitado el presidente de la mencionada academia, el historiador
Hernán Clavijo, este en vez de presentar la obra se fue por las ramas dándole a
entender al auditorio que él era conocedor de la abundante historiografía
mariquiteña, que, a decir verdad, es poco conocida, leída y consultada.
Hecha la
aclaración valga señalar que el libro de Vázquez es enorme. De un gran esfuerzo.
Que como él mismo dijo su papel fue el del compilador. Confirmación que uno
encuentra al auscultar el texto ya que al interior de sus páginas se encuentran
diversidad de temas como la edición integra de la Constitución de Mariquita de
principios del siglo XIX.
Aunque la
mayoría de los temas ya han sido resaltados en otras publicaciones como las del
ya olvidado Aníbal Henao, o, en otras más recientes como las de Esther Julia
Cárdenas, Carlos “Tita” Hernández, Hernando Ávila o Guillermo Giraldo, lo
llamativo del libro de Vásquez es que
existe una nueva lectura sobre Mariquita donde los hechos del pasado mutan a falta de fuentes documentales que den fe de
lo que se escribe.
A mí me
parece que esa es la virtud del libro de Vásquez. Que al carecer de fuentes
documentales que sustente lo que escribe, él en su libertad crea nuevas
interpretaciones del pasado como el relato de la muerte de la princesa Luchima.
El relato
de Vázquez me remonta a mi adolescencia en el curso de Prehistoria que impartía
el entonces profesor Aníbal Henao a los estudiantes de primero bachillerato.
Recuerdo como ayer cuando, al decirnos que la princesa Luchima había pasado
corriendo por la calle del colegio Núñez Pedroso hacia el cerro de Santa
Catalina de huida de los conquistadores españoles, todos salíamos en tropel hacia
las ventanas que daban a la calle preguntando por dónde… por dónde… que no la
veo don Aníbal…
Por Dios!
Qué manera de ambientar la Historia.
¡Qué
grande don Aníbal! ¡Qué grande su imaginación!
La
Historia hasta el siglo XIX hacía parte de la literatura. Pero el encanto de
narrar el pasado con metáforas se pierde cuando al señor Alfred Rankel le dio
por darle estatus científico a la Historia. Y Ahí fue Troya. Narrar el pasado
se volvió aburridísimo.
Por
fortuna desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI, con la
llegada de nuevas corrientes filosóficas alimentadas por la filosofía de
Friedrich Nietzsche, el oficio del Historiador se ha reinventado. Filósofos como
Hayden White que nos dice que la Historia es un género más de la literatura y
que por ello debemos regresar a las metáforas, o, como el filósofo postmoderno
Gianni Vattimo que nos dice que el pasado se escribe desde el presente y que,
en vez de dar cuenta de una única verdad a partir de un hecho, lo mejor es interpretar
el hecho para dar cuenta de muchas verdades.
Alguna
mente perspicaz podría decir que los relatos acerca de la princesa Luchima
están por fuera de la verdad. Pienso que ese no es el debate. La cuestión está
que con los hechos del pasado se puede recurrir a la imaginación para ambientar
ese pasado con otras narrativas como la leyenda, las aventuras, el mito. La
cuestión, como dice el historiador italiano Carlo Ginzburg, está en separar la
Historia de la ficción.
Me pregunto,
¿acaso es malo recrear el pasado con la ficción?. La respuesta es no. ¿acaso
los escritores al hacer literatura histórica no tienen esas licencias?
En fin, el
esfuerzo de Arnoldo Vázquez es gigante. Solo vale premiarlo con su lectura.