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sábado, abril 24, 2021

La casona de los Tehuta

Raúl Ramírez                                                                                                                                   

Cabalgaba en el tiempo la década de los 70s, años dorados de la bonanza marimbera y antesala de la época de terror del narcotráfico en Colombia. Me encontraba estudiando en el colegio San Pio X con el cura Manuel Manolo Cardona; presbítero educador con mano de hierro del cual recibí un par de muendas por indisciplinado.

En la floreciente población de Armero había una vieja casona grande que albergaba a una familia en la que algunos eran hermanos casados con hermanas. A simple vista parecía una comunidad gitana por la algazara en que vivían. La casona había sido diseñada con los albores de la ciudad, que siempre mostró su liderazgo comercial en la región, y su estructura se distribuía en forma de U, con una batería de baños, lavaderos y sanitarios en el centro y amplios pasillos; además contaba con un patio enorme donde a veces jugaban los hijos grandes y pequeños. Yo andaba en los 14 años tal vez y vivíamos en la casa de enseguida, donde don Marcos, el papá de Orlanda la enfermera, una morena servicial de ademanes varoniles.

Al mirar de frente la casona de los Tehuta se destacaban sus tres escaleras piramidales debajo de sendas puertas para ingresar a las habitaciones que daban a la calle y un portón grande que permitía el acceso general. Estaba pintada de blanco con sócalo y puertas color azul cielo y sus pasillos tenían columnas de madera con pisos resquebrajados en cemento. Yo permanecía la mayor parte del día allí para jugar y hacer mandados; la mujer de Benjamín Tehuta, Cecilia, una cuarentona agraciada y peliteñida gustaba que yo le hiciera esos oficios porque no me demoraba.  Cecilia tenía dos hijos el pequeño Leonardo y Victoria una hermosa colegiala adolescente de 17 años que ya tenía de novio a un jugador del equipo de futbol Racing Club de Armero. Benjamín se desempeñaba como pintor latonero y tenía fama de buen trabajador, aunque “muy incumplido”, según decía Alfonso “El Burro”, antiguo administrador de la hacienda “La Vuelta” del millonario don Julio Rebolledo.

En una de esas habitaciones vivía Blanca Tehuta, de estatura mediana y tez blanca, prostituta de profesión, quien atendía un burdel en la salida del pueblo, donde se daban cita parroquianos campesinos para divertirse con el grupo de rameras que ella administraba.  Sus hijos eran Henry, German, Doris y la niña Liliana, muchachos que gozaban de la admiración de todos por ser los más educados y decentes del grupo, pues no se les oía ni una sola palabra soez en el trato con los demás habitantes de la casona; a pesar de que Blanca se destacaba por su lenguaje cotidiano obsceno y mordaz.  

Alberto Tehuta habitaba en otro cuarto, era el soltero de la familia, también pintor latonero que trabajaba al lado de Benjamín. Contiguo pernoctaba Martin Tehuta “El conejo”, quien en ese entonces había llegado de Venezuela donde había dejado su familia. Vaya Ud. a saber qué fantasmas perseguían a este pobre hombre. Él también tenía el mismo oficio que sus hermanos varones.

En el otro extremo de la casona ocupaban habitación Eduardo Tehuta con su mujer Martha “La negra” y sus hijos Marthica de 13 años y Miguel de 6. Igualmente, hacia parte del equipo de trabajo de Benjamín. Unos se movilizaban en motocicletas y otros en bicicletas. Allí se convivía en una rara armonía, que se podía palpar en los juegos y distracciones de los pequeños y los inconvenientes que por naturaleza ocurren entre los adultos. En épocas festivas toda la familia y amigos se aglutinaban para bailar alegremente, alrededor del viejo equipo de tocadiscos marca Sharp que tenía Cecilia en su habitación.

Mi amigo más próximo era Henry, el hijo de Blanca, con quien frecuentábamos las discotecas y bailaderos y compartíamos el juego a la pelota. Era un muchacho simpático buena onda que gustaba de estar a la moda con sus camisas a cuadros, pantalones de bota ancha en terlenka y zapatos de plataforma. En raras ocasiones nos íbamos de “gotera” con el gordo Danilo, un carnicero vecino que tenía fama de gustarle los hombres y gozaba repartiendo licor entre los jóvenes que departíamos con él en la “piscina playas marinas”, bailadero popular que se mantenía atiborrado todos los fines de semana.

Una tarde solaz llego Henry para que lo acompañara en la moto de su tío Benjamín a comprar unos buñuelos, pero no pude ir porque me habían contagiado con paperas; fue el mismo día que me fui al apartamento del lado por el patio interior donde vivía don Marcos, a ver el “Llanero solitario”: Me lleve tremendo susto porque al sentarme silenciosamente en la puerta entre-abierta para mirar televisión, ya que nosotros no teníamos televisor, encontré a Orlanda la enfermera en agitada faena sexual junto con su amiga la profesora Ligia. Quedé impávido y sin saber qué hacer… al instante me descubre Orlanda al tiempo que estalla en sonora carcajada diciendo: ¡Ay Jueputa y de dónde salió este chino marica! Salí corriendo de allí envuelto con la misma cobija que llegué y no le dije nada a nadie.

Todos los Tehuta varones eran marihuaneros, menos Henry, a pesar de convivir en medio de ese ambiente de viciosos que se reunían en el taller de su tío, no solo a reparar carros sino, para compartir unas bocanadas del pestilente humo del cannabis.

Mercedes Tehuta, y su hijo Jerónimo Pinto vivían en otra casa cercana. En las largas y calientes noches de verano salíamos a jugar al frente en la calle, con el balón de Jerónimo, quien hoy me recuerda a “Kiko" el del "Chavo del Ocho”. Él decía quién jugaba y quién no; era el niño rico de toda esa manada de jovencitos que nos reuníamos a divertirnos. Siempre iba con su impecable uniforme, zapatos tenis costosos y su pelota de cuero. Los demás jugábamos descalzos y descamisados.  Pasábamos horas corriendo tras la pelota hasta que salían las mamás a llamarnos para que fuéramos a dormir.

Esta rutina se vivía todos los días; pero con Henry y otros grandecitos nos íbamos a rondar las discotecas y bailaderos los fines de semana, para bailar con las muchachas o simplemente a plantarnos a mirar el baile de los demás.

Era esa época donde yo hacía tránsito de la pubertad a la adolescencia y exploraba múltiples descubrimientos y experiencias que comenzaron a formar mi personalidad. Nunca quise fumar y cuando me daban aguardiente lo tiraba por debajo de la mesa sin que se dieran cuenta, motivo por el cual me mantenía sobrio mientras los demás se tambaleaban de la borrachera, así cogí fama de verraco para beber.

Disfrutamos de paseos de olla al rio Sabandija, a donde nos trasladábamos en un camión grande que se llenaba con toda la gente de la cuadra, en medio del jolgorio y la música de la grabadora gigante que Alberto se complacía en llevar.

Recuerdo que recién aprendí a montar en bicicleta, Cecilia me mando a llevarle el almuerzo a Benjamín, siempre fui a pie, pero ahora quería ir en bicicleta y a pesar de los cuestionamientos de Cecilia, agarré el portacomidas en una mano y con la otra manejaba. Lógico, no era muy diestro en ello, pero terco sí. Pues fue así como a las pocas cuadras de allí frente al hospital San Lorenzo, con la llanta delantera de la bici pisé una pequeña piedra y perdí el equilibrio cayendo aparatosamente con todo y el almuerzo, el cual quedo esparcido por toda la calle. Ese día por poco me linchan en la casona cuando regrese todo lacerado a contar lo que me había ocurrido.

De la casona de los Tehuta no sabía nada desde 1981 cuando salí del pueblo. No sé cuántos Tehuta se salvaron de la terrible tragedia que se llevó a Armero aquel 13 de noviembre de 1985, yo vivía ya en Mariquita donde trabajaba con la radiodifusora local. Después de varios años pasé a laborar con gaseosas Glacial, con una carta de recomendación de lujo que me dio mi exjefe Gustavo Garay. Desde que llegue hice grandes amigos como “El mono Jaramillo” y enemigos; entre ellos Orlando Valencia, su gerente, quien me despidió fulminantemente y sin justa causa, después que le pedí audiencia para contarle confidencialmente que un contratista publicitario amigo suyo se estaba robando descaramente y en cantidades alarmantes los materiales que se les daba para su trabajo.

Cuando estaba leyendo la carta de despido, aquel 13 de noviembre de 1993 a las 11:50 de la noche, después de llegar de una extenuante jornada de trabajo, razoné: ¡uy!  Le conté al mismísimo jefe de la banda.

Me fui a Cúcuta a trabajar con la competencia y obtuve muchos logros, tanto que me ascendieron como  jefe de ventas y me enviaron a la planta de Mariquita, a donde retorné cuatro años más tarde con el dulce sabor del éxito.

Fue en una salida de visita al mercado en la vecina población de Lérida, donde conocía a varios amigos, que me baje del Jeep de la empresa y camine donde uno de ellos para conversar sobre los viejos tiempos cundo estuve por esas tierras laborando con Glacial; al tiempo se acercaron dos personajes hombre y mujer harapientos, mendigos, malolientes y con fuertes rasgos de abandono. Interpelándome me dijo: “Uy!... Ud. es Raúl cierto?... le ha ido bien…, Venga pase pa´ la gaseosita”     

La mujer se quedó más distante desde donde me dijo con tono irónicamente cantado: “Qué hubo Raúl…ya no conoce!, ¡jueputa la plata jode!

Entonces interrumpí lo que estaba haciendo y me concentre en sus caras sucias haciendo un esfuerzo por descifrar esos rasgos que me eran familiares. Con algo de desespero y esforzándose por hacer creíbles sus palabras el hombre fijándome la mirada insistió:

“¡Soy Jerónimo, Raúl, Jerónimo Pinto y ella mi tía Blanca Tehuta!”

 Ibagué, abril 19 de 2021

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