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martes, mayo 06, 2025

Montes de María: la masacre

 Armando Moreno Sandoval

La sociedad colombiana es de memoria corta. A mediados del año 2000 ocurrió una de las tantas masacres horrendas que ha sacudido el país.

Ocurrió entre el 16 y el 21 de febrero: 450 paramilitares torturaron y asesinaron a 60 personas en estado de indefensión. Los demás habitantes del pueblo lo abandonaron, hasta el día de hoy solo han regresado 730 de las 7000 personas que vivían allí. 

La novela Montes de María del escritor bogotano Daniel Ángel narra la masacre de El Salado. Como tantas otras que han ocurrido, estas siempre son “cantadas” como suele decir la cultura popular cuando “algo” va a ocurrir.

La tensión espiritual cuando se lee la novela, no es para menos. Pues desde que se empieza a pasar las primeras páginas, las voces de las víctimas y de los victimarios le martillan a uno en la mente que la masacre está por llegar.

Esta masacre, que ha sido narrada magistralmente por la pluma de Ángel, sucedió en un contexto político que ha marcado a Colombia. Andrés Pastrana era el presidente que, tras una foto con Marulanda Pérez, alias Tirofijo, el máximo jefe de las Farc en ese entonces, sería elegido. Los colombianos habían votado por él con la esperanza de que podría traer la paz.

Pero con el transcurrir de los meses, y tras una fallida reunión con las Farc , echarían por tierra una posible  Colombia futura libre de violencia. De esa reunión quedó una silla vacía que pocos colombianos aún recuerdan. ¡Cómo no! La silla donde debería haberse sentado Tirofijo.

Basta mirar los registros de los medios para cerciorarnos de que la Violencia de los grupos armados (paramilitares y guerrilla) no daba tregua. Las tomas armadas a los pueblos y caseríos eran el pan de cada día.

Pero la masacre de El Salado fue la gota que colmó la copa. Una sociedad consternada se preguntaba cómo era posible que un buen número de sus habitantes hubiera sido masacrado por sospechosos de ser guerrilleros.

Más allá de que sus habitantes fuesen sospechosos, lo que produce terronera y rabia fue que ese exterminio hubiese sido perpetrado con la benevolencia y ayuda del ejército. Sí, quién lo creyera, el mismísimo ejército que por Constitución está para proteger a la sociedad de quienes están al margen de la ley.

La manera como Ángel narra ese episodio donde el helicóptero del ejército colabora en la masacre es de una descripción gráfica inigualable. No se necesitan montañas de páginas farragosas, como suelen hacerlos los académicos de las universidades e investigadores profesionales para dar cuenta de un hecho, sino que, en unos pocos párrafos, describe cómo es que el Estado, en vez de evitar la masacre, da el visto bueno para que la ejecute.

El tema de la Violencia, como lo dice el mismo Ángel en una entrevista, ha sido suficientemente investigado. El lío es que están al alcance para que los lean unos pocos eruditos e intelectuales. El lenguaje encriptado hace imposible que esas investigaciones las lean con agrado y pasión el común de la gente que ha aprendido a leer.

Frente a ese lenguaje farragoso, es que urge la necesidad de la narración que, con las herramientas que ofrece la literatura, los hechos del pasado sean menos tediosos de comprender.  Y es lo que hace Ángel, vuelvo y repito, con la masacre de El Salado.

Gracias al recurso de la narrativa, es lo que explica que el miedo de las víctimas sea trasladado al lector. Los diálogos y las actuaciones de los perpetradores de la masacre arrancan lágrimas de impotencia al pensar que las instituciones del Estado son de papel. Que el Estado solo es una entelequia y que solo existe para quienes se lucran de él.

Lo más desgarrador de la lectura de Montes de María son sus últimas páginas. Las almas en pena arrastrando palabras de impotencia se escuchan por doquier. Voces que claman justicia. Porque en esta Colombia mal hecha y pegada con babas, las voces de las víctimas siguen aún estando apagadas.

Al pasar la última página, a mi mente llegó la masacre de Tacueyó ejecutada por un frente disidente del entonces M-19 en 1985. Algunos dicen que fueron 125 y otros que fueron 164 las víctimas.

La mayoría eran jóvenes campesinos que habían ingresado recientemente a las filas de la columna Ricardo Franco. Otros eran universitarios que fueron llamados con el único propósito de ser asesinados. Recuerdo esa mañana, siendo aún estudiante en la Universidad Nacional, las voces en medio del susurro empezaban a dar cuenta de la masacre. Lo más triste era el recuerdo de los rostros de quienes nunca más volveríamos a ver.

Otro recuerdo es La Masacre de Bojayá, el nombre con que se conoce el ataque perpetrado por las FARC a la iglesia de Bojayá, Chocó, en el 2002. Este genocidio dejó 119 civiles muertos​ y 53 heridos.

La Violencia paramilitar y guerrillera, con sus disidencias, continúa.

Lo que genera miedo es que ciertos sectores sociales siguen alineados en bandos y aplaudiendo las masacres. Gente que tiene en mente que los muertos son buenos si comulgan con el mismo sermón ideológico. Los enemigos son los otros.

 

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