Armando Moreno Sandoval
La sociedad
colombiana es de memoria corta. A mediados del año 2000 ocurrió una de las
tantas masacres horrendas que ha sacudido el país.
Ocurrió entre el 16
y el 21 de febrero: 450 paramilitares torturaron y asesinaron a 60 personas en
estado de indefensión. Los demás habitantes del pueblo lo abandonaron, hasta el
día de hoy solo han regresado 730 de las 7000 personas que vivían allí.
La novela Montes de
María del escritor bogotano Daniel Ángel narra la masacre de El Salado. Como
tantas otras que han ocurrido, estas siempre son “cantadas” como suele decir la
cultura popular cuando “algo” va a ocurrir.
La tensión
espiritual cuando se lee la novela, no es para menos. Pues desde que se empieza
a pasar las primeras páginas, las voces de las víctimas y de los victimarios le
martillan a uno en la mente que la masacre está por llegar.
Esta masacre, que ha
sido narrada magistralmente por la pluma de Ángel, sucedió en un contexto
político que ha marcado a Colombia. Andrés Pastrana era el presidente que, tras
una foto con Marulanda Pérez, alias Tirofijo, el máximo jefe de las Farc en ese
entonces, sería elegido. Los colombianos habían votado por él con la esperanza
de que podría traer la paz.
Pero con el
transcurrir de los meses, y tras una fallida reunión con las Farc , echarían
por tierra una posible Colombia futura libre de violencia. De esa reunión
quedó una silla vacía que pocos colombianos aún recuerdan. ¡Cómo no! La silla
donde debería haberse sentado Tirofijo.
Basta mirar los
registros de los medios para cerciorarnos de que la Violencia de los grupos
armados (paramilitares y guerrilla) no daba tregua. Las tomas armadas a los
pueblos y caseríos eran el pan de cada día.
Pero la masacre de
El Salado fue la gota que colmó la copa. Una sociedad consternada se preguntaba
cómo era posible que un buen número de sus habitantes hubiera sido masacrado
por sospechosos de ser guerrilleros.
Más allá de que sus
habitantes fuesen sospechosos, lo que produce terronera y rabia fue que ese
exterminio hubiese sido perpetrado con la benevolencia y ayuda del ejército.
Sí, quién lo creyera, el mismísimo ejército que por Constitución está para
proteger a la sociedad de quienes están al margen de la ley.
La manera como Ángel
narra ese episodio donde el helicóptero del ejército colabora en la masacre es
de una descripción gráfica inigualable. No se necesitan montañas de páginas
farragosas, como suelen hacerlos los académicos de las universidades e
investigadores profesionales para dar cuenta de un hecho, sino que, en unos
pocos párrafos, describe cómo es que el Estado, en vez de evitar la masacre, da
el visto bueno para que la ejecute.
El tema de la
Violencia, como lo dice el mismo Ángel en una entrevista, ha sido
suficientemente investigado. El lío es que están al alcance para que los lean
unos pocos eruditos e intelectuales. El lenguaje encriptado hace imposible que
esas investigaciones las lean con agrado y pasión el común de la gente que ha
aprendido a leer.
Frente a ese
lenguaje farragoso, es que urge la necesidad de la narración que, con las
herramientas que ofrece la literatura, los hechos del pasado sean menos
tediosos de comprender. Y es lo que hace Ángel, vuelvo y repito, con la
masacre de El Salado.
Gracias al recurso
de la narrativa, es lo que explica que el miedo de las víctimas sea trasladado
al lector. Los diálogos y las actuaciones de los perpetradores de la masacre
arrancan lágrimas de impotencia al pensar que las instituciones del Estado son
de papel. Que el Estado solo es una entelequia y que solo existe para quienes
se lucran de él.
Lo más desgarrador
de la lectura de Montes de María son sus últimas páginas. Las almas en pena
arrastrando palabras de impotencia se escuchan por doquier. Voces que claman
justicia. Porque en esta Colombia mal hecha y pegada con babas, las voces de
las víctimas siguen aún estando apagadas.
Al pasar la última
página, a mi mente llegó la masacre de Tacueyó ejecutada por un frente disidente
del entonces M-19 en 1985. Algunos dicen que fueron 125 y otros que fueron 164
las víctimas.
La mayoría eran
jóvenes campesinos que habían ingresado recientemente a las filas de la columna
Ricardo Franco. Otros eran universitarios que fueron llamados con el único
propósito de ser asesinados. Recuerdo esa mañana, siendo aún estudiante en la
Universidad Nacional, las voces en medio del susurro empezaban a dar cuenta de
la masacre. Lo más triste era el recuerdo de los rostros de quienes nunca más
volveríamos a ver.
Otro recuerdo es La
Masacre de Bojayá, el nombre con que se conoce el ataque perpetrado por las
FARC a la iglesia de Bojayá, Chocó, en el 2002. Este genocidio dejó 119 civiles
muertos y 53 heridos.
La Violencia
paramilitar y guerrillera, con sus disidencias, continúa.
Lo que genera miedo
es que ciertos sectores sociales siguen alineados en bandos y aplaudiendo las
masacres. Gente que tiene en mente que los muertos son buenos si comulgan con
el mismo sermón ideológico. Los enemigos son los otros.
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