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jueves, octubre 20, 2016

El zaperoco del postplebiscito

Armando Moreno Sandoval

La democracia como el lenguaje es caprichosa. Es normal escuchar verbalizar un sustantivo sin que ningún profesor de español corrija el horror. Igual está pasando en estos tiempos con la democracia. Pues los gobernantes en aras de fortalecerla someten al veredicto del pueblo asuntos que competen a expertos, académicos o especialistas.

Fue lo que aconteció con el plebiscito el pasado 2 de octubre. Un asunto que era del resorte de expertos, de juristas, de conocedores de la materia fue preguntado a la masa, a la galería, a la guacherna para que se pronunciara de algo que solo conoce de oídas, porque se lo han contado o porque le parece que eso es así.

Cierto es que a la sociedad las Farc no les gusta. Más de medio siglo de conflicto con el Estado, y con una sociedad de por medio que ha tenido que pagar los horrores de la guerra, tiene que dejar muchas secuelas y odios.

Aunque en el plebiscito no se estaba preguntado por el odio, sino de la posibilidad de que la sociedad por más de doscientos años de guerra por fin tuviera un poco de sosiego, de tranquilidad, la democracia optó por el camino equivocado.

Pero más allá de lo planteado hay algo que en Colombia no está funcionando y la pregunta es sí a la sociedad colombiana podría dársele el calificativo de moderna.

Aunque Colombia ha avanzado en el papel, en las leyes, el problema fue que quisimos volverla moderna a las malas y no a través de la educación. Tan así que, pese a que el Estado colombiano es laico, la religión sigue teniendo el monopolio de la educación de los colombianos. Esta manera de educar a la sociedad es lo que permite que su mentalidad siga anclada al siglo XIX. Una sociedad premoderna como la nuestra es un peligro pues sería presa de populismos tanto de derecha como de izquierda.

Fue lo que aconteció el pasado 2 de octubre con el plebiscito para refrendar el Acuerdo de La Habana. El analfabetismo político del pueblo permitió que los comentarios ligeros cruzados por mentiras y engaños de cualquier pastor de iglesia calaran más que los infinitos artículos de jurisconsultos, filósofos e intelectuales expertos en asuntos jurídicos.

Una sociedad que es incapaz de reconocer a sus interlocutores válidos, es una sociedad que está condenada a vivir en el ostracismo, en el oscurantismo de las ideas. Esta es la tragedia por la que está pasando actualmente la sociedad colombiana que, atrapada en un relativismo exagerado de ideas, está convencida que tiene la patente de corzo para expresarse de cualquier modo.

Si así se comporta el pueblo analfabeto, otro es el comportamiento de las elites cuando se sienten excluidas.

Si Colombia no ha conocido la paz seguramente es porque el grueso de su sociedad poco le ha importado. Visto de este modo la paz sería tema del país político y no del grueso de la sociedad, así esta sea llamada para que se exprese en las urnas como sucedió el pasado 2 de octubre.

El siglo XIX  fue un siglo de permanente guerras civiles que nunca conoció la paz. Al grueso de la sociedad nunca le importó el devenir del país. La paz la hacían las elites políticas y guerreristas,  y cuando una fracción de ella no estaba de acuerdo con lo pactado, se armaban de nuevo hasta los dientes para emprender una nueva guerra. Esta fue la tragedia que vivió el siglo XIX.

Podríamos decir que el siglo XX y lo que va del siglo XXI ha sido, y es, un remedo del siglo XIX. Lo pactado en La Habana fue un acuerdo entre elites. Las Farc, por un  lado, y el gobierno, por el otro.

No obstante, diversos sectores sociales que se sintieron excluidos, movieron a sus bases para que se pronunciaran en contra del plebiscito generando más que una opinión jurídica un hecho político. Es decir, el pasado 2 de octubre, el pueblo se expresó políticamente más no jurídicamente.

Ahora bien, si los efectos de este hecho político  son contrarios a la sapiencia jurídica es un deber del Estado someterlo a lo que dice la Constitución. La explicación es muy sencilla. No estamos en los tiempos de Rousseau y de la Revolución Francesa donde la voluntad del pueblo era absoluta. Hoy en día no todo lo que dice el pueblo es palabra de Dios.

Por fortuna la jurisprudencia internacional ha sometido a los Estados a cumplir  con ese ordenamiento jurídico. El Acuerdo de La Habana, dicho por eminentes juristas internacionales, tiene esa virtud. Por tanto lo acordado por el gobierno y las Farc no se puede entender como un desconocimiento de ese orden internacional, sino que está acorde con el.

Por tanto, el Estado y sus poderes que lo conforman —incluyendo esas elites excluidas— deberían acatar y refrendar lo pactado en La Habana. Sin embargo, el hecho político podría dar al lastre con el Acuerdo de La Habana y volver de nuevo al infierno de la guerra.

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