Páginas

viernes, marzo 18, 2005

Arthur Miller

Ésta es la intervención íntegra de Arthur Miller, fallecido recientemente a los 89 años, en el acto de entrega de los premios «Príncipe de Asturias» en 2002, cuando recibió el galardón de las Letras. El autor de Muerte de un vendedor viajero habla de su relación con España, del tomar conciencia del mundo que supuso la guerra civil española.

La concesión de este gran premio a mi obra me trae a la memoria mis lazos con España y su cultura. Nunca he vivido aquí ni he pasado, a lo largo de los años, más que unas pocas semanas en mis diversas visitas con mi mujer, Inge Morath, ya fallecida. Sin embargo desde mi juventud España ha ejercido sobre mi conciencia efectos especialmente importantes e incluso dramáticos.

Acababa de cumplir veinte años cuando estalló la guerra civil, con el alzamiento encabezado por Franco contra la República. No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo XX, probablemente el peor siglo de la historia. La agonía española se convirtió en clásica, el modelo de otros muchos gobiernos democráticos derrocados por fuerzas militares que predicaban la vuelta a los valores cristianos. Dos de mis compañeros universitarios marcharon para luchar con la Brigada Abraham Lincoln; uno, Ralph Neaphus, nunca volvió. Durante casi cuatro años lo primero que buscábamos en los periódicos de la mañana eran las noticias procedentes del frente español.

La palabra España en los años treinta era explosiva, el emblema esencial no sólo de la resistencia contra un retroceso obligado a un feudalismo eclesiástico mundial, sino también contra el dominio de la sinrazón y la muerte de la mente. Para muchos, incluso en aquel entonces, la guerra civil, con los nazis y las tropas de Mussolini apoyando abiertamente a Franco, fue la primera batalla de la II Guerra Mundial.

A la vez, se asociaba a España con Picasso y su «Guernica». Sí, resultaba difícil creer que un piloto militar, aunque fuera de las fuerzas aéreas nazis, pudiese hacer vuelo rasante por encima de una plaza abierta y soleada y bombardear a civiles. Con el paso del tiempo, España pasaría a ser ejemplo de las luchas de muchos otros pueblos por alcanzar la modernidad, dejando atrás el oscurantismo y la inutilidad de contumaces instituciones feudales. A menudo se recordaba a España en China durante su lucha por librarse de hábitos y maneras de pensar feudales. España venía trágicamente a la mente en Chile, donde Pinochet había derrocado a otro Gobierno surgido de las urnas.

Más recientemente, Inge Morath me reveló otra faceta muy diferente de España, la España que ella había llegado a querer, el país donde creo que más a gusto se encontraba. Era el país de grandes pintores y de su amigo Balenciaga, pero también de campesinos y gente del pueblo y toreros, a quienes le encantaba fotografiar. Veía en el carácter español cierta aspiración a la nobleza que yo creo que reflejaba la que ella misma tenía. A comienzos de los años cincuenta, cuando España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías del medio siglo con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el verdadero tema de su obra.

Ante su dominio absoluto del idioma, de las costumbres y de la historia de España, yo no podía más que observarla maravillado.

Nuestra vivencia española llegó a su punto culminante hace aproximadamente año y medio, cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. Había en aquel momento una exposición de sus fotografías en Madrid, entre ellas una serie que había sacado en los años cincuenta en un pueblo entonces remoto y apenas visitado.

Ahora, cincuenta años más tarde, había llegado a Navalcán la noticia de que el pueblo había adquirido cierta fama. Un autocar lleno de gente fue a Madrid para ver por sí mismos el aspecto que tenían hace tanto tiempo. Estaban en la galería, gente ya de mediana edad, supervivientes observándose jóvenes y lozanos en sus cumpleaños, bodas, sus campos y sus casas, rodeados de amigos ya ancianos o fallecidos. Volvieron a Navalcán e hicieron llegar a Inge una invitación, insistiendo para que volviera a visitarlos.

Viajábamos con nuestro amigo Derek Walcott, poeta laureado con el «Nobel» y un hombre de mundo con experiencia. Seguramente habían salido a la calle más de un millar de personas para saludar a Inge y celebrar su vuelta. La Policía y los Bomberos enviaron a sus representantes y se sirvió una comida en el Ayuntamiento para sesenta personas. Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a Inge ramilletes de flores, de ofrecerle con insistencia vasos de vino y bebés para besar, a la vez que recordaban a voces su visita de hacía medio siglo. Ella no había hecho más que apreciarlos en un momento dado, y había otorgado un reconocimiento y un recuerdo públicos a sus vidas sencillas. El cariño en sus caras era palpable. Por casualidad miré hacia Walcott y vi lágrimas en sus ojos. «En mi vida he visto algo tan bonito», dijo. El momento culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del Alcalde de una nueva placa que decía «Calle Inge Morath». Iban a cambiar el nombre de una calle en su honor.

Por lo tanto, no vengo a ustedes y a la España moderna y democrática con las manos vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices. Es éste el mismo espíritu con el cual quiero darles las gracias por su reconocimiento y este gran premio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario