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miércoles, septiembre 14, 2005

Palabras del poeta William Ospina en la entrega del doctorado Honoris Causa en Humanidades, Universidad del Tolima. Ibagué, septiembre 12 de 2005

EN BUSCA DE LA PALABRA PERDIDA 
William Ospina 

La única vez que hablé con el poeta Jorge Rojas, hombre ingenioso, le conté que había nacido en el norte del Tolima, en la vecindad del páramo. Él me respondió con una sonrisa: "Ya veo: es usted un hombre de Letras". Yo a veces me he preguntado qué es lo que hizo que me inclinara en la vida por la literatura, pero la red de las causas es tan intrincada que entenderla equivaldría a destejer el arco iris. Dicen en mi casa que cuando yo era niño había para nosotros una palabra prohibida, y era el nombre del pueblo en que nací, quiero decir, el viejo nombre indígena de Guarumo. Es la versión primitiva de la bella palabra Yarumo, que nombra un árbol de color de ceniza o de plata que abunda en la cordillera. El cura que casó a mis padres y que me bautizó en la pila católica había hecho un viaje conmovido y admirativo por Italia, había ido seguramente a ver a Pío XII en la gloria de Bernini, en Roma, y después, por la ruta de Bolonia, una ciudad colmó sus aspiraciones: Padova. Volvió enfermo de prejuicios nominalistas, sintiendo que la mala fama de Guarumo se debía a su nombre, y decidió, como tantos en nuestra historia, que había que civilizar el paisaje cambiándole de nombre. Guarumo, el Guarumo cerril de mi abuelo Benedicto, de mi tío abuelo Pedro Pablo, de mi tío abuelo Luis Enrique, de mi bisabuela Rafaela, de las mulas cargadas de café que se desdibujaban en la niebla, de las vagonetas del cable aéreo moviéndose solas por las lomas fantasmas, el Guarumo tropelero de Julio Gutiérrez y de Juano Betancur, el Guarumo de jinetes que entraban borrachos en las cantinas, debía cambiarse por un civilizadísimo Padua, nombre que prometía en la mente del clérigo esculturas y arquitecturas, humanistas y santos. A mí me gusta decir con cierta injusticia que allí terminó la mala fama de los de Guarumo y empezó la mala fama de los de Padua. Como la gente estaba acostumbrada a Guarumo, silvestre y cotidiano como las guaduas y las guacas, el cura tuvo que llevar más lejos su instinto civilizador, y aliado con el inspector de policía impuso una multa a todo el que pronunciara la palabra prohibida. La gente tardó en acostumbrarse, pero el poder fiscal de los uniformados de verde y de negro fue eficiente sobre un pueblo pobre, y Padua se impuso. Sólo don Alejandro Idárraga, que tartamudeaba al hablar, pero que era un hombre de convicciones firmes, se paraba en la plaza a la hora de más tumulto con la palabra Guarumo temblando en la punta de la lengua y los billetes de la multa ya listos en la mano derecha. Mis comienzos literarios estuvieron marcados por ese tácito deber de creer más en Italia que en Colombia, más en Europa que en América. Yo no acababa de encontrar el enlace entre el fasto de las custodias doradas, de los ritos dorados entre campanas y humaredas, y el silencio de los abismos de la carretera, con nubes que se arrastran en las hondonadas. Mi abuelo rezaba con piedad indudable ante el Cristo de Europa pero después se iba a horadar las montañas buscando guacas de indios. Y yo sentía, yo siento todavía, ese doble llamado de un ayer de rostros castellanos y andaluces y otro de indios bravos del norte del Tolima y del cañon del Cauca. Los secretos son alimentos, decía Novalis. Nada es más estimulante que la incertidumbre. Nada más saludable que la duda. Después de una primera edad llena de Homero y de Dostoievski, llena de Padua, algo en mí empezó a buscar el sentido de los yarumos, de ese Guarumo que ya no era sólo una palabra prohibida sino el símbolo de un mundo borrado. Tendría que añadir, con palabras de Barba Jacob: "Y lo demás de mi vida no es sino aquel amor fatal, con una que otra lámpara encendida, ante el ara del ideal". Ya no pude renunciar a ninguno de los dos nombres, de los dos mundos. Ni a Shakespeare ni a Atahualpa. Ni a los celtas ni a los Koguis, ni a los judíos ni a los Panches, ni a los Árabes ni a los Gualíes. Y para mí el Tolima es sobre todo esa encrucijada del origen donde se cruzaron las sangres, donde se cruzaron los caminos de mis mayores, donde después de viajes y guerras y diásporas, tantas gentes justas durante casi un siglo intentaron construir una patria. Nunca logro ver el Tolima como un todo homogéneo. Lo veo cruzado de Quimbaya y de Panche, industrioso y guerrero, mirando como Colombia, por cada costado a un mundo distinto, paisa y recatado en el norte, calentano y festivo en el sur, levantado hasta el hielo en el oeste, descendido hasta la fiebre en el este. Y si hay otras tierras tan laboriosas ninguna me parece más indómita. Diego Fallon pudo decir, mirando las montañas del cañón del Gualí, que en ellas parecían encerrarse "las cenizas de mundos ya juzgados". Pero esa tierra intemporal es también la tierra elemental dividida como en una ilustración geográfica, entre la llanura y la cordillera, y en su amplio paisaje uno casi puede ver la mula de García Márquez cayendo desde las cumbres nevadas, a través de la colorida vegetación de los pisos térmicos, hasta la llanura encendida.Y como todo lo esencial ocurre para siempre, Bolívar sigue embarcándose en Honda, en su viaje de desengaños hacia el Caribe, Yuldama sigue enamorándose en Mariquita de la hija de su enemigo, Humboldt sigue asombrándose de la vegetación de la Tierra Caliente cerca de las minas de Santa Ana, y Fallon sigue viendo alzarse la luna, indecisa entre la realidad y el mito, sobre las montañas, y Jorge Isaacs sigue agonizando en el aire tibio de Ibagué, después de las hazañas y las derrotas, y Álvaro Mutis sigue oyendo cómo la lluvia, sobre los cafetales, le trae intacta la materia de otros días, "salvada del ajeno trabajo de los años". Yo, que he dedicado mi vida a escribir, no sé convertir en palabras esta gratitud. El amor por la tierra, sus memorias y sus reliquias de calcio y de piedra. Yo, que hago todo lo posible por no ponerle fronteras al corazón, por no circunscribir el territorio del afecto, creo que nuestra necesidad actual es ser colombianos, colombianos dialogando con el mundo. Amar y conocer los litorales, las cordilleras, los llanos, las selvas. Pero eso no es incompatible con la certeza de que hay un lugar que nos marca con especial intensidad, y es el país de la infancia. Ese país para mí tiene un nombre: Tolima. Una palabra cargada de historias, de canciones, de zozobras, de nieve y de abismo. La tierra de los nevados y del Magdalena. Una tierra en la que hay algo que tercamente permanece y algo que huye sin fin. Y ese diálogo necesario entre lo duradero y lo evanescente, entre lo que se queda y lo que huye, ese diálogo entre las piedras y el agua, ese diálogo entre las cuerdas y el viento, es nuestra voz, somos nosotros. Muchas gracias.  Posted by Picasa

lunes, septiembre 12, 2005

Reinaldo Aguirre Palomo: Crónica de un bandido legendario

Por: Héctor Ocampo Marín
Crítico y escritor colombiano

Eduardo Santa, obvio será siempre decirlo, es un ensayista y narrador de larga y magistral trayectoria. Numerosos y bien trabajados sus libros. Recordemos por ejemplo, El Pastor y las Estrellas, Las señales de Anteneo, Sin tierra para morir, “El Girasol” “Cuarto Menguante”, etc.

Ahora, nos encontramos de nuevo con el hábil narrador en un singular y muy original libro que ha logrado arrebatar del olvido las proezas y antiproezas de Reinaldo Aguirre “Palomo”, el famoso asaltante del Cable de Mariquita, “Crónica de un bandido legendario". Se trata de un colombiano como han existido tantos, verbi gratia, Efraín González, hace anos recordado en un curioso libro: “Efraín González, Vida, Confesión y Muerte”, escrito y publicado con seudónimo. por un ilustre hombre de letras y exgobemador de Cundinamarca.

Se trata, pues, de ese tipo de delincuentes que, a la manera de Robin Hood, suelen robar a los ricos para ayudar a los más pobres, y no dejan para ellos sino lo estrictamente necesario para la subsistencia.

Muy distinto todo esto a los grandes bandidos de nuestro tiempo que secuestran, roban a los ricos y a los pobres y comercian en el mundo del narcotráfico sólo en busca de personal riqueza y con el fin cobarde de adquirir armas para diezmar poblaciones enteras y atacar las autoridades legítimas.

Anotemos que Reinaldo Aguirre se suicidó antes que entregarse vivo a las autoridades que lo asediaron en una casa..quinta en las afueras de Mariquita. Por su parte Efraín González, antes de caer abaleado, puso en jaque durante todo un día a la fuerza pública de Bogotá defendiéndose como una fiera desde los techos de las casas del barrio Veraguas.

Recordemos aquí la parte final de la “Crónica de un bandido legendario”, obra del maestro Eduardo Santa: “Tan pronto corrió la noticia de su muerte, se produjo algo extraordinario. De todas las veredas y campos aledaños, de todos los pueblos vecinos, desde los más apartados rincones del poblado, de los talleres, tiendas, cantinas, cafeterías, tabernas, hoteles, herrerías, prostíbulos y fábricas, empezaron a llegar y a invadir las calles miles de personas que querían conocerlo, aunque fuera muerto, tacaño, agradecerle sus favores, decirle con el lenguaje de las lágrimas su adiós definitivo. Fue como un huracán, como una corriente magnética que movió las multitudes, que despertó los espíritus, que provocó aquel río desbordado de emociones, que hizo brotar del corazón de todos la inmensa admiración que le tenían. Al día siguiente, a la hora del entierro, ese río de gentes humildes había crecido hasta inundar las calles principales del poblado, y sobre él iba flotando no sólo el cadáver del gran benefactor sino también, como una aureola indestructible, el agradecimiento de una comunidad de campesinos que lo llevó en el corazón, hasta convertirlo en una leyenda que no muere”