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jueves, diciembre 01, 2011

Armero: 9 de abril. Muerte del párroco Ramírez

Armando Moreno

A propósito del 9 de abril

Uno de los motivos que tuvo el sacerdote Pedro María Ramírez —muerto el 10 de abril de 1948— para irse como párroco para Armero era de que allí había muchas iglesias protestantes. Según él, luteranas.

Es posible que el ideal del progreso, cruzado con tan diversas ideas, explique por qué los obreros que estaban trabajando en la obra de los canales de irrigación, Ambalema-Lérida, un día después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, continuaran en sus labores rutinarias como si nada hubiese pasado. En el campamento instalado en La Sierra, su inspector Pedro Correa Ríos, seguía pendiente de los trabajos. No obstante, las diversas versiones sobre el asesinato de Gaitán seguían de boca en boca.

Gustavo Barragán, el ebanista de la compañía, había escuchado decir que de la cordillera bajaban conservadores. Al comentarle al inspector Correa lo que posiblemente estaba aconteciendo, solicitó un mulo ensillado con el fin de llegar a la población de Armero. Pasadas las dos de la tarde salió para Lérida, y quienes estaban en las esquinas de la plaza, al verlo entrar a horcajadas con el mulo a todo galope, salieron al encuentro preguntándole que qué pasaba. Sin titubear respondió con un tono seco: “los conservadores de Santa Isabel ya vienen para Junín”.

Armero, en el siglo XX, fue por más de cincuenta años la fuerza centrífuga que jalonó la región del Norte del Tolima. Fue la expresión del ideal de progreso y del desarrollo económico. Pero, a su vez, también fue un hervidero de ideas. Por Armero entraron y se difundieron las ideas masonas, socialistas, del protestantismo y del liberalismo inglés.

Mientras el forastero asentado en Lérida, Simón Hernández, devolvía el mulo al inspector Correa; ya en el parque de Los Fundadores de Armero desde el mediodía del sábado se conocía de lo que pretendían hacer los conservadores de los pueblos cordilleranos aledaños al nevado del Ruiz. Algunos decían que ya estaban en el caserío de La Sierrita. Otros que ya estaban por los lados de Junín. Pero lo que si causó furia fue la noticia de que un tal Benjamín Espinosa al frente de un pelotón, armado hasta los dientes, venía dispuesto a atacar a Armero.

El otro rumor era que en Lérida había un telegrama donde se informaba que los conservadores ya habían cruzado Río Recio y para evitar que se la tomaran esperaban la presencia y la ayuda de los liberales de Armero.

El médico Luis Alejandro Parra Bonilla congregó a varios hombres y les preguntó quiénes estaban dispuestos a corroborar los rumores. Al conformar el grupo salió para Lérida. Pero al llegar al reten cerca del río Lagunilla se topó con un camión medio destartalado. En él llegaba el ebanista Barragán. Al enterarse por su propia boca que los conservadores ya venían más acá de Lérida, prosiguió la marcha después de un apretón de manos y un hasta luego.

Un kilómetro después del puente sobre el río Lagunilla pudo percatarse que algunos que lo habían estado acompañando habían optado por abandonarlo. Se detuvo y consultó con sus cuatros amigos que quedaban qué hacer. Acordaron esperar.

Aunque la mañana del sábado había estado nublada, después del mediodía Armero fue abrazada por un sol canicular. Pero, al comenzar el crepúsculo de la tarde, quienes estaban en el parque lanzando arengas contra los asesinos de Gaitán, fueron alertados de que algo raro estaba pasando. Nicolás Izquierdo Cortés, casi que setentón, encorvado por el peso del trabajo como jornalero y cosechero de legumbres, y muy querido por el pueblo, pues era de los pocos que podían de decir, nací en Armero, al llegar al parque vio y escuchó cuando un tumulto de gente dijo: “vamos a registrar la iglesia porque el cura ha echado unos vivas”. Otro testigo ocular fue el albañil José Guillermo Sarmiento. Escuchó cuando algunos dijeron que había que ir a la iglesia porque habían sentido ruidos raros.

El boticario Luis Aguirre que había estado en su casa, al oír que la algarabía en el parque subía de tono cada vez más, se salió para trasladarse a la casa de la esquina de Raimundo Melo. Se unió a quienes estaban en la esquina y desde allí alcanzó a divisar cómo un grupo de hombres encabezado por Mario Duran Calle, alias “El Corcho” se acercaron a la iglesia y miraron por debajo de la puerta. Estaban armados de cuchillos, machetes, palas, palos y piedras; y uno que otro fusil terciado a las espaldas.

El boticario Aguirre, aun sin entender qué podría estar ocurriendo, preguntó por si alguien respondía:
—Qué sucede.
—El cura está adentro de la iglesia y tiene bombas para tirarle al pueblo

El boticario Aguirre al mirar nuevamente hacia la iglesia, observó que el pelotón que estaba al frente de la puerta había desaparecido.

—Dónde están— preguntó.
—Están adentro— le dijeron.

Cinco minutos después se escuchó la detonación de dos bombas, una tras otra. Quienes estaban adentro de la iglesia salieron en estampida hacia el parque. “El Corcho” quien comandaba el pelotón ordenó la huída. Algunos corrieron despavoridos, otros se resguardaron tras las bancas y los árboles del parque, otros desenvainaron sus machetes de hoja ancha de sus fundas y quienes estaban con sus armas de fuego buscaron o hicieron sus trincheras. La seguidilla de bombas y el tiroteo de fuego cruzado habían empezado. Pese al torbellino de la gente inmensos grupos se apostaron frente a la iglesia y la casa cural. El comentario generalizado era de que el párroco Ramírez los había recibido con una bomba de dinamita tan pronto habían entrado.

El médico Parra Bonilla, aun seguía en el sitio de espera. Estaba decepcionado de la noticia que le habían dado. Media hora antes había pasado Luis Carlos Calderón, el diputado del Tolima nacido en Fresno, y al preguntarle si era cierto que las huestes conservadoras venían más acá de Lérida, éste le había respondido que nada había notado y que de eso nada se sabía. Al tomar la decisión de regresar comenzó a escuchar las detonaciones. Pensó él que sería por los lados de Armero y menos aun que fuera en el parque.

El alcalde Evencio Martínez Bolívar no estaba en su despacho. Se hallaba en una junta de ciudadanos, según él, con lo “más destacados de la localidad”. Estaban pensando cómo devolverle la tranquilidad a la población. Al llegar al parque se encontró que era un campo de batalla. Vio grupos de gentes portando machetes, cuchillos, palas, palos, fusiles, varillas y revólveres. El alcalde recordaría que había visto “más o menos, mil personas”. También había escuchado “detonaciones de bombas de dinamita y disparos de distintas armas de fuego. Pero por el humo no pude distinguir si contra el grupo de gentes se lanzaban las bombas o se hacían los disparos, o, si los del grupo lanzaban las bombas o hacían los disparos en dirección a la iglesia, o, a otra parte”.

El boticario Aguirre marchó hacia la botica que quedaba en su casa. Se hizo detrás del almendrón que quedaba al frente de la botica. Desde allí siguió viendo cómo el gentío se seguía armando. Pensó en su casa, en su vida y en su familia. El alcalde Martínez Bolívar como pudo cruzó el parque en dirección a la alcaldía. Estaba acompañado del odontólogo Ramón Jaramillo. Al llegar a la esquina de la alcaldía se reguardaron tras un árbol. Se limitaron a contemplar el desarrollo de los hechos. “Las balas cruzaban —diría el alcalde— sin darnos cuenta qué personas eran las que atacaban en distintas direcciones”.

El médico Parra Bonilla prefirió dirigirse a su casa. Pensaba también en su familia. Estuvo encerrado hasta que se calmaron los tiros y las bombas. Le pareció que todo estaba aconteciendo en el parque.

Veintiséis años después, pienso que Armero jamás morirá. Se recordará como se recuerda hoy en día la Acrópolis de Atenas; Tenochtitlan en México; Machu Picchu en el Perú; o, como Pompeya en Italia.

martes, noviembre 15, 2011

La provincia de Mariquita y su población aborigen en el siglo XVI


Esta importante obra “La provincia de Mariquita y su población aborigen en el Siglo XVI” escrita por Armando Moreno fue presentada el pasado jueves 10 de noviembre en un acto especial en el Centro de Convenciones Alfonso Lopez Pumarejo de Ibagué. También se lanzaron otras obras de reconocidos escritores tolimenses que hacen parte de una colección de 15 libros de la Academia de Historia del Tolima, Colección Pensamiento Tolimense.

En lo que respeta al libro de Armando moreno según nota de Luis Fernando Herrán Mendez: “esta investigación, "La Provincia de Mariquita y su población aborigen en el siglo XVI", da cuenta de los pueblos indígenas que habitaron aquel extenso territorio a la llegada de los españoles. Se hizo a partir de fuentes primarias al utilizar de manera directa los archivos, documentos originales que datan del siglo XVI y que se encuentran en el Archivo General de la Nación en Bogotá (Colombia), lo que permite, con el correr del tiempo, sea consultada y citada por investigadores de diversas profesiones: arqueólogos, antropólogos, urbanistas, arquitectos e historiadores.

Toda aquella región que comprendió el valle del río Magdalena desde San Bartolomé en Antioquia hasta el río Sabandija en Venadillo, Tolima, es mirada aquí sin que se olviden los territorios al lado y lado de las cordilleras central y oriental.

Armando Moreno Sandoval. Doctor en Antropología Social y Cultural de la Universidad Autónoma de Barcelona. Estudió Antropología en la Universidad Nacional de Colombia y Maestría en Historia Andina en la Universidad del Valle. También cursó Paleografía Hispanoamericana en la Academia Colombiana de Historia. Actualmente es Profesor de la Facultad de Ciencias Humanas y Artes de la Universidad del Tolima. Su campo investigativo está relacionado con la antropología, la historia y la etnohistoria. Actualmente investiga sobre el 9 de abril de 1948 en Armero (Tolima). Dentro de sus publicaciones encontramos Honda: una historia urbana singular y El “Palomo” Aguirre: un caso de bandolerismo social en Colombia”.

sábado, marzo 26, 2011

Armero, un cuarto de siglo después

Armando Moreno

El pasado 13 de noviembre 2012 estuve en la celebración de un cuarto de siglo de la desaparecida Armero. Desde que estoy investigando lo que ocurrió el 9 y el 10 de abril de 1948 con el asesinato del sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, me dije que para los 25 años de la erupción del volcán nevado del Ruiz estaría allí. Y así fue.

Me sorprendió que un cuarto de siglo después, ríos humanos llegaran allí para recordar sus familiares, sus amigos. Lo que fueron sus calles, su cementerio. O por qué no, las caras anónimas con las que me tropecé, y que simplemente estaban allí porque querían compartir y recordar aquel suceso que la memoria jamás de los jamases podrá olvidar.

O como yo, que quería encontrar una generación que bordeando o cruzando el umbral de los 80 años me contaran —si recordaban claro está— como había sido aquella tarde del sábado en que una muchedumbre enardecida por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán querían dar muerte el párroco de Armero.

A medida que avanzaba por entre el gentío pude percatarme que la generación que buscaba estaba esquiva a las retinas de mis ojos. Una sensación nostálgica me embargó mi existencia. Pues sin la memoria de esa generación octogenaria difícilmente podría dar fe, o por lo menos, tener una mirada diferente de lo que me dicen las fuentes escritas acerca de lo que le había pasado el párroco Ramírez.

Después de ese 13 de abril me he preguntado dónde está esa generación octogenaria que tiene mucho que contarnos. Y es una lástima que de los diversos festejos que se organizaron se hubiese omitido a esa generación en particular, y aquellas otras posteriores a ella. Porque si bien Armero no existe, aun persiste una cultura inmaterial y es la que se conserva en la memoria de los miles de armeritas que sobrevivieron a la avalancha del Ruiz.

No obstante, pude comprobar cómo esa fuerza humana se resiste a olvidar lo que antaño fue suyo. Incluso, la memoria de mi niñez se cruzó como un acto de magia con mi memoria del presente.

Las primeras horas de la mañana del sábado estuvieron soleadas. Pensé que la vorágine de la efemérides se haría sentir. La que había sido la carrera 18 —la vía hacia Ibagué— era una alegría desbordante. Megáfonos anunciando la historia de Armero, los escapularios con la imagen de la Virgen del Carmen, las fotografías colgadas de las ramas de los árboles que nos decían cómo había sido el Parque de los Fundadores, la iglesia San Lorenzo, la estación del Ferrocarril y una que otra que enseñaba el mar de lodo que había cubierto a Armero.

Tanto los jóvenes como los adultos, los adolescentes, los críos recién nacidos sobre los hombros de sus madres, las mujeres engalanadas con sus atuendos de la región, hacían del lugar la fuerza centrífuga y el sitio de encuentro.

Al dejar llevar la vista hacia el nevado volcán del Ruíz, y al recorrer las calles y manzanas que bordeaban un pequeño brazo del río Lagunilla, el recuerdo llegó para decirme que por aquí había quedado la escuela Jorge Eliécer Gaitán, el Parque Infantil, la Central Eléctrica, el Club Campestre y los barrios El Inglés y El Recreo.

Al cruzar la vía que nos lleva a la vereda de San Pedro, y al caminar más al norte, como queriendo ir hacia el Club de Caza y Pesca, se tropieza con el rastro de lo que fue el Estadio Panamericano. Y más al lado, hacia las estribaciones de la cordillera central, el Club Los Pijaos. Y si quisiéramos ver más allá, seguramente nuestra imaginación nos llevaría hasta las desmontadoras de algodón y el hospital siquiátrico.

Al devolverme, pensé en la calle 12. Pues es la calle que nos lleva en línea recta a la iglesia San Lorenzo. Al cruzar la carrera 18 se deja atrás las ruinas del hospital central para tropezar con los escombros de las casonas que en aquel entonces representaban la pujanza comercial de Armero. Dos cuadras más abajo, siguiendo por la calle 11, y que por la época del político liberal Jorge Eliécer Gaitán se conocía como la Calle Real, se llega al corazón de lo que fue Armero: el Parque de los Fundadores. Fue lo que se conoció como El Centro. Pues en su entorno, además de la iglesia, albergaba la Alcaldía, la Caja Agraria, el Colegio Americano, las heladerías, los hoteles, las droguerías, el supermercado YEP, los cafés y sus billares.

Al caminar hacia el oriente y como quien quiere ir al encuentro del valle del Magdalena, el transeúnte se tropieza con restos de lo que fue el ferrocarril. Un hombre de pelo quieto y piel morena y con caminar pausado me señala donde podía haber quedado la Plazoleta Santander. Estirando el índice hace un semicírculo. Por allí quedaría el campo de futbol, por aquel la escuela José León Armero, por este otro lado el colegio de la Sagrada Familia y más allá el barrio 20 de Julio. Me dijo el hombre con autoridad de conocedor.

Eran las 11 de la mañana y un sol radiante caía sobre nuestras espaldas. Un murmullo llegó a nuestros oídos. Caminé junto al hombre de piel morena. Íbamos en busca de las palabras entrecortadas. Minutos más tarde estábamos frente a la tumba de Omaira. En medio de ramilletes de flores y rosas, un hombre con rosario en mano, en medio de hombres y mujeres, elevaba una plegaria. Otros y otras pedían milagros. También vi caras que dejaban rodar las lágrimas por las mejillas.

Al dejar que la muchedumbre me llevara de vuelta al Parque de los Fundadores, en un cerrar de ojos me encontré frente al sitio donde se había erigido el templo de San Lorenzo. Un pedazo de la cúpula estaba allí como si fuera un testigo viviente que pudiera dar cuenta del pasado. Al mirarla detenidamente regresó en mí los sucesos del 9 de abril de 1948.

Recorrí lo que fuera la nave central e hice el esfuerzo por recordar lo que pasó. Pensé cómo aquel sábado 10 de abril, entre las dos y las tres de la tarde, un día después de haber sido asesinado Jorge Eliécer Gaitán, una turba de hombres con bombas y armas se tomaba la iglesia. Me imagine el cruce de balas entre el templo y el parque, y los policías tendidos en el césped bajo el mando de quién sabe quién disparándole a la cúpula del templo. Entretanto otros hombres armados de machetes, escopetas y revólveres pidiendo a gritos dónde estaba el párroco Ramírez.

Mientras la muchedumbre enardecida recorría las calles con machetes, pistolas, revólveres, escopetas y palos gritando ¡Abajo el partido Conservador! ¡Muera Mariano Ospina Pérez!; un hombre blanco, de profesión carpintero, llamado Camilo Leal Bocanegra, de 38 años y nacido en Honda, con machete en mano bajaba al párroco Ramírez del techo de la casa cural al solar de la tienda de Salvador Torres.

Mientras buscaban la salida hacia la calle 11, el párroco Ramírez le dijo al carpintero: “Llévame maestro a la cárcel porque allá quedo más seguro que aquí”. Al cruzar el dintel de la puerta de la tienda una muchedumbre enfurecida los esperaba en la calle. Caminaron juntos unos pocos metros en dirección al Parque de los Fundadores. El carpintero llevaba al párroco tomado por el brazo. De un momento a otro y en un cerrar de ojos, voces con el grito al cuello le dijeron: “¡hijodeputa…! si no lo suelta lo matamos…”.

De repente brazos salidos de las entrañas de la tierra le arrebataron al párroco Ramírez. Eran pasadas las cuatro de la tarde. A empellones lo llevaron hasta la esquina del almacén de David Jassir. Una voz fuerte se sobrepuso al griterío y a la algarabía. Esa misma voz pedía que le dieran por el filo del machete.

Un hombre que estaba en diagonal a la esquina de David Jassir vio cómo el filo del machete penetraba un poco más arriba de la nuca y que el médico legista en un lenguaje técnico llamó occipital. Cayó de rodillas. La sangre a borbotones recorrió las mangas de la sotana. El bonete rodó ensangrentado.

Al levantarse con esfuerzo, trastabilló al andar. Otra vez, otra voz, con rencor y odio gritó: “Denle de nuevo por el filo”. Estaba por llegar casi al borde del parque cuando un hombre en medio de la turba blandía de nuevo el filo del machete hacia la nuca. Fue un golpe certero. El cuerpo del párroco caía moribundo en medio de la turba. La muchedumbre se desparpajaría minutos más tarde en medio de la indiferencia.

En la esquina donde yació hace 62 años muerto por varias horas el párroco Ramírez, recordé sus últimos minutos de su vida. Me lo imaginé subiendo la escalera hasta el techo de la casa cural para luego saltar y pasar al de la casa vecina. Me lo imaginé diciéndole al carpintero Leal Bocanegra: “Maestro, favorézcame, que me matan”.

También pude percatarme que las calles y las manzanas de Armero no eran iguales al recuerdo de mi infancia. Las manzanas las vi pequeñas. Las calles no tan largas. Pude recordar cómo hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas caminaban por los andenes de las calles. Recordé perfectamente cómo un hombre tocaba una batería al ritmo de un chachachá. Era un hombre moreno. Tocaba medio encorvado en el “jazz”, una especie de tarima al fondo de la sala. Las parejas bailaban. Algunas se tongoneaban. Otros fumaban, bebían, reían y charlaban. Otros y otras hacían el sexo. En Armero había riqueza.

Al regresar a Mariquita, las imágines de mi infancia se fueron desvaneciendo a medida que me alejaba de Armero.